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Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

La filantropía moderna

El mandamiento cristiano obliga a amar al prójimo, a la persona, no a la humanidad, que es una especie de abstracción antigua y moderna, pero no cristiana

Actualizada 04:32

La guerra en Ucrania ha desatado una eclosión de filantropía, es decir, de buenos sentimientos humanitarios que anhelan eliminar el sufrimiento. Impresionan las muestras de amor a la humanidad sufriente que, también, alivian como un bálsamo las conciencias. El bien no se ha ausentado del mundo y reina la solidaridad.

No se trata, por supuesto, de criticar estas conmovedoras manifestaciones de una ética emotiva e indolora propia de nuestro tiempo, pero sí de caracterizarla para comprenderla y distinguirlas de otras realidades morales, como el amor cristiano. Toda pretensión de concebir la moderna filantropía como un fruto (laico) de la moral cristiana procede de una mala interpretación de ambas. En este sentido, no ha sido superado, si estoy en lo cierto, el análisis de Max Scheler en su libro El resentimiento en la moral. La concepción moderna, de la que deriva este tipo de filantropía, entiende el amor como el resultado derivado de la simpatía y la compasión. Mientras que esta filantropía moderna parte de un sentimiento de rebeldía más o menos revolucionario que clama contra instituciones, tradiciones y costumbres, es decir, posee un «corazón revolucionario», el amor cristiano consiste en un «entusiasmo espiritual». El cristiano no persigue el bien común, sino la salvación, propia y ajena. Del acto personal del amor cristiano hemos pasado a la institución benéfica impersonal. Goethe, en su Viaje a Italia, escribió: «También tengo por cierto que la humanidad triunfará finalmente. Solo temo que al mismo tiempo el mundo se convierta en un gran hospital, y cada hombre en el 'humano' enfermero del otro hombre».

En la concepción antigua del amor, lo inferior ama a lo superior y el amado, por tanto, es superior al amante. Por eso, los dioses no aman a los hombres. En el cristianismo, por el contrario, el amor, que no es un sentimiento sino un acto espiritual, se dirige del superior, del noble, del sano, del fuerte, del sabio, del santo, al vulgar, al enfermo, al débil, al ignorante, al pecador. El mismo Dios no es sino amor, y crea el mundo por amor. Nada de esto hay en la filantropía moderna, que procede del resentimiento (que es el sentimiento de rebeldía, odio y rechazo de todo lo elevado y valioso que el resentido no puede alcanzar), de la huida de uno mismo, del rechazo de Dios, y se manifiesta, entre otros hechos, en el flagrante olvido de los difuntos que, para ella, no existen.

El mandamiento cristiano obliga a amar al prójimo, a la persona, no a la humanidad, que es una especie de abstracción antigua y moderna, pero no cristiana. Nietzsche consideró que el amor cristiano era la más fina flor del resentimiento. Su discurso es irreprochable como análisis del fenómeno del resentimiento, pero absolutamente equivocado al atribuirlo al cristianismo. El verdadero destinatario de su crítica genial, el blanco de su desprecio no es el cristianismo, sino la filantropía moderna, que nace del falso igualitarismo negador de toda distinción estimativa entre los hombres. El cristianismo no rechaza las distinciones valorativas. Por el contrario, proclama la distinción suprema: la que existe entre quienes pertenecen al reino de Dios y quienes lo rechazan. Cosa distinta es que algunas formas de cristianismo se hayan contaminado de las ideas propias del humanismo filantrópico, pero el cristianismo no es un humanismo; es un personalismo.

La abnegada y, en ocasiones heroica, ayuda a los ucranianos constituye un magnífico ejemplo de filantropía, cargada de valor, pero poco tiene que ver con el amor cristiano, que busca no tanto la eliminación del sufrimiento como la salvación del prójimo. El centro de la moral evangélica es la salvación del hombre.

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