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Pedrito Faroles

El juego es, según el poeta Colton, hijo de la codicia y padre del despilfarro, lo que permite intuir las prestaciones de un jugador compulsivo como Sánchez, abonado a la ruleta rusa en sienes ajenas

Hay un inefable impulso en Pedro Sánchez, nuestro Pedrito, entre infantil y onírico, por hacer historia cada cinco minutos. Él no va a Bruselas a comer coles en una cumbre ordinaria: impulsa la más decisiva conferencia en Europa desde la que reunió en Postdam a Truman, Churchill y Stalin para poner fin a la Segunda Guerra Mundial.

Él, Pedro I de España y V de la Humanidad, no aprueba unos Presupuestos encamado con Bildu y otros grandes patriotas que lo darían todo por Iberia: él refunda el estado de bienestar, con un New Deal que hace del original de Roosevelt un modesto trabajo trimestral de un estudiante lampiño de Económicas.

Él no se suma a la coalición internacional que lucha contra Putin como un espectador de Las Ventas torea desde la barrera: él señala al próximo criminal de guerra y se ofrece a perseguirlo, como Simon Wiesenthal a los nazis, hasta sentarlo en La Haya o darle la pastilla de cianuro que chupó Göring para salvarse de Nuremberg.

Y él tampoco improvisa una castaña para frenar a los camioneros, la única clase obrera de verdad; y por eso insultada, criminalizada y señalada por el establishment sindical, político y mediático que ve peligrar su espalda baja cuando se topa con un currante de verdad: él, nuestro JFK de extrarradio, combate a las eléctricas, las petroleras, las gasísticas y a Europa para doblarles el pulso a todas y devolver al pueblo lo que es del pueblo: 20 céntimos.

La tendencia de Sánchez a creer que todo en él es histórico se enlaza con la preocupante amnesia de quienes, ya compuestos formalmente como coro rociero, le aplauden cada uno de sus momentos estelares olvidando el desastre del anterior episodio épico.

Le vimos en marzo de 2020 comparecer ante la nación para confinarla inconstitucionalmente, con el resultado conocido en términos de mortalidad y ruina sin parangón mundial. Le vimos, días después de decretar la prisión permanente revisable; anunciando un plan de «200.000 millones» para rescatar a las empresas y salvar un poco a la economía real, con un balance desolador: solo le sirvió a la banca para adecentar sus cuentas al conceder préstamos de 80.000 millones de euros avalados por el Estado, que no puso un duro.

Y le vimos, también, de gira por España presentando los 140.000 millones de Fondos Europeos, entre aplausos de gente tan ecuánime como sus subordinados, para comprobar luego que apenas han sabido gestionar 19.000 millones y que el único proyecto iniciado con tanta pasta ajena ha sido la inaplazable reforma del Palacio de Marismillas, donde el genio piensa en los atardeceres estivales cuál será su próxima aportación a la civilización que convierte en segundones a Platón, Cisneros o Hammurabi ante su mera presencia.

Ahora vuelve a poner esa cara de posteridad, que en realidad es como las estampas del negro de Amanece que no es poco, para anunciar que dedicará 6.000 de los 60.000 millones que derrocha cada año previo esquilme a los paisanos, a devolverles una mínima parte del pelo trasquilado.

El juego es, según el poeta Colton, hijo de la codicia y padre del despilfarro, lo que permite intuir las prestaciones de un jugador compulsivo como Sánchez, abonado a la ruleta rusa en sienes ajenas. Pero, ¿qué disculpa tienen sus apologetas para insistir en que, ante su enésimo timo constatable, hay que romperse los tarsos con saltitos de alegría mientras nos la meten doblada?