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En el centenario de un santo

Los austriacos son incapaces de reconocer sus errores históricos. Tendrán un Gobierno del Partido Popular, pero parece que tienen una visión de la historia equiparable a la «memoria histórica» de Pedro Sánchez. Con su pan se lo coman

Permítanme olvidarme por un día del desastre político que nos asola en tantos frentes y recordar un centenario que se conmemoró el pasado viernes en la isla portuguesa de Madeira. Allí murió el 1 de abril de 1922 el Emperador Carlos de Austria, Rey Apostólico de Hungría. Tenía 34 años y había reinado sobre un Imperio plurisecular solo dos años durante los que buscó con anhelo el fin de la guerra y padeció el acoso de la masonería y de una izquierda europea que quería acabar con aquella Monarquía católica que cosía a múltiples pueblos desparramados por el cauce del Danubio. El canciller Karl Renner, socialista, fue a París a firmar la paz en el palacio de Saint Germain y se le hizo entrar por la puerta de servicio. Cuando estuvo ante el primer ministro francés, Georges Clémenceau, éste le espetó: L’Autriche sera ce qui reste. El Imperio tenía que ser desmantelado. Y así fue.

Desde el fin de la guerra el Emperador empezó un exilio errante y muy activo. Primero se instaló con su mujer y sus cinco hijos en su casa de campo de Eckartsau, en la propia Austria. Después en Suiza, desde donde intentó dos veces la restauración en Hungría, la segunda de ellas obedeciendo a la petición que le había hecho el Papa Benedicto XV. El almirante Horthy, que antaño le había jurado lealtad, impidió la restauración del Rey de Hungría y los Emperadores fueron expulsados de Europa el 31 de octubre de 1921 por las potencias vencedoras de la Gran Guerra. La Emperatriz estaba embarazada del que sería su octavo hijo, la Archiduquesa Isabel.

El 19 de noviembre de 1921 llegaron a Madeira con lo puesto y sin dinero. Vivieron de la caridad de algunas familias locales y de algunos nobles húngaros que los acompañaron. Al fin tuvieron que aceptar como residencia una casa de veraneo, que carecía de calefacción y que estaba en lo alto de una montaña. Allí enfermó el Emperador y murió de frío, víctima de una pulmonía, el 1 de abril de 1922.

El 3 de octubre de 2004, San Juan Pablo II lo beatificó en la plaza de San Pedro de Roma, poniéndolo como modelo para los políticos del mundo entero. Tuve el privilegio de seguir esa beatificación al lado del altar, frente a los hijos, nietos y bisnietos del nuevo beato encabezados por el jefe de la Familia Imperial, el Archiduque Otto, primogénito del Beato. Se dio la circunstancia, seguramente única en la Historia, de que el Papa, cuyo nombre de bautismo era Karol, había sido bautizado así por sus padres en honor al Emperador en cuyo Ejercito había servido el padre de Juan Pablo II en la Gran Guerra. Así, en un caso único, el Papa beatificó al hombre por el que había recibido su nombre en el bautismo. La causa de beatificación no fue promovida por ninguna de las cientos de diócesis existentes en su antiguo Imperio, sino por el obispo de Funchal, en cuya diócesis hay a día de hoy, enorme devoción por el Beato Carlos.

En las celebraciones del pasado viernes, el Gobierno de Hungría envió un avión con altos cargos encabezados por el viceprimer ministro Zsolt Semjén, el cardenal arzobispo de Budapest Péter Erdõ, y el embajador de Hungría en París, el Archiduque Jorge, nieto del Beato Carlos. A las 12:23, hora en que se produjo la muerte, el cardenal Erdõ encabezó una oración junto a la tumba del Rey de Hungría. El Gobierno austriaco careció de representación. Anunció la asistencia del embajador en Lisboa, pero al parecer éste se contagió de covid y no pudo ir. Ni él, ni nadie. Los austriacos son incapaces de reconocer sus errores históricos. Tendrán un Gobierno del Partido Popular, pero parece que tienen una visión de la historia equiparable a la «memoria histórica» de Pedro Sánchez. Con su pan se lo coman.