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La muerte de Delon será la nuestra

Maldigo esta sociedad urgente, egoísta y despiadada que produce monstruos tan terribles que llevan a un hombre a abrazarse a la subcultura de la muerte

Leí la alerta y me encogió el ánimo: Alain Delon ha pedido que se le practique la eutanasia. El actor francés no forma parte de mi paisaje sentimental, ni siquiera soy fan de sus películas, ni pegué su foto en mi carpeta en el instituto ni tuve nunca su póster sobre la cabecera de mi cama. Más bien pertenece a la generación de mi madre y de mis tías. De hecho, su nombre me evoca los suspiros de admiración de todas ellas ante su despampanante belleza en La piscina, en A pleno sol o en El gatopardo. Antes de que perdiera la azotea por los seres sintientes, su amiga Brigitte Bardot dijo de él con tino que era «uno de esos animales preciosos en vías de extinción».

Delon arrastra 86 años, con una salud precaria, superviviente de dos ictus y de la pérdida prematura de la madre de su hijo, y probablemente de una enfermedad silente y definitiva, la soledad, que también ataca a los que subieron al Olimpo. No me atrevo a valorar una decisión tan devastadora, fruto probablemente de la desesperación terminal de un ser humano, pero sí a maldecir esta sociedad urgente, egoísta y despiadada que produce monstruos tan terribles que llevan a un hombre a abrazarse a la subcultura de la muerte y a desear descarrilar antes de que el tren llegue hasta su última estación.

Aunque España sigue siendo una isla, más que energética, sentimental, donde todavía las redes familiares amortiguan la desolación de los mayores, nos mentiríamos si no reconociéramos que las generaciones de padres y abuelos empiezan –en muchos casos con el objeto de garantizar su bienestar– a poblar las residencias de ancianos, donde el calor familiar tan reconfortante es sustituido por, en el mejor de los casos, una asistencia profesional y sensible. La pandemia hizo una foto desoladora de esa situación, y, por si fuera poco, el Gobierno de Pedro Sánchez ya ha abierto la terrible puerta de la eutanasia a aquellos que molestan en la vida desatenta a la que nos han abocado. La más regresiva respuesta –con el respeto debido a todas las situaciones íntimas y desgarradoras– al inexorable envejecimiento de España, el segundo país con más esperanza de vida del mundo.

Por eso, Delon es el síntoma de nuestra decadencia. Suiza, donde es legal la muerte asistida incluso si el demandante no tiene una enfermedad irreversible, le prestará –a cambio de una suculenta transferencia de fondos– una gélida estancia, un par de inyectables, y el mayor seductor del cine europeo protagonizará su última y descorazonadora escena. Y nos interpelará a todos, como cada vez que aparece un anciano fallecido en su vivienda, sin que los vecinos sepan ni cómo se llama. Será símbolo del desistimiento moral. Será símbolo de nuestra absoluta derrota.