La mala educación de Sánchez
Nos queda la esperanza de que algunos profesores que quieran defender la dignidad de su bella profesión por encima del silencio de los corderos docentes, salven a las nuevas generaciones de la muerte de la sabiduría
Hace cuarenta años, los chicos humildes que tomamos el único ascensor social que existe –la educación pública– para mejorar las condiciones de vida de nuestros padres, seguíamos a pies juntillas el catecismo de Mecano, el grupo que gestionó nuestra inocencia: nos enamorábamos entre el cielo y el suelo, no nos podíamos levantar después de una noche de farra o estábamos perdidos en la habitación chapando para aprobar, porque lo contrario se pagaba sin salir, sin paga paterna o repitiendo curso, ese gulag académico al que enviaban a los maulas, con la promesa implícita de que, si se esforzaban, reingresarían a la normalidad del casete de Ana Torroja y la galbana azul de las tardes de verano.
En la EGB ya nos había quedado un par de cositas claras: que la autoridad de los profes no se discute y que hincar codos te acercaba a un futuro mejor (como poco, sin broncas en casa). Con Franco ya muerto, ingresamos en el BUP y la exigencia era cada vez mayor. Entonces, los políticos estaban a lo suyo: a redactar la Constitución y a articular las reformas que alumbrarían la Monarquía Parlamentaria. Dejaban la educación en paz, en manos de profesores que, en la mayoría de los casos, buscaban la excelencia.
Cuando terminada la carrera nuestra madre colgaba en el salón el título firmado por Don Juan Carlos, esos escogidos centímetros de la pared se convertían en la Gioconda de la casa, ese lugar de peregrinaje obligado para las visitas. Porque tener ese pedazo de papel timbrado con la firma del Rey tenía un valor supremo: costaba tanto esfuerzo, que muchos compañeros se habían quedado en el camino, a veces por deméritos propios y otras porque el sistema fallaba. Tampoco entonces la perfección académica existía.
Luego vendrían ocho reformas educativas, la mayoría del PSOE, que eligieron el camino del adoctrinamiento en los valores progres, pero, sobre todo, que se afanaron en ir bajando el listón de la exigencia hasta depositarlo a ras de suelo, para igualar a todos: a los que practicaban la burricie y a los que, contra todo pronóstico, todavía se esforzaban por ganar un horizonte mejor.
Y ahí es cuando ha llegado Pedro Sánchez para liquidar lo poco bueno que nos quedaba en los pupitres. Fuera Filosofía de la secundaria y fuera el estudio de la historia de España: ni Edad Media, ni Siglo de Oro, ni Imperio español, ni conquista de América, ni Transición, ni terrorismo de ETA, solo historia con perspectiva de género y mucha II República española, el penoso paradigma democrático. Donde esté Largo Caballero que se quite Isabel de Castilla, o donde mande el desarrollo sostenible que se vaya a paseo la gesta de Magallanes, o donde triunfen los valores LGTBI que capitule la romanización de España. Y si los alumnos, cansados de ver videojuegos subvencionados con la paguita de 400 euros de Sánchez, no dan ni para eso, siempre habrá un aprobado general para pasar de curso sin tacha ni rémora.
La ministra Alegría (maldita la gracia), deja siempre la democrática opción a las familias pudientes para que lleven a sus hijos a la escuela privada, donde los niños sí chaparán más la Constitución de Cádiz y la física cuántica que el feminismo de Irene (Bouvoir) Montero. Y el hijo del pobre, que se gradúe en tofu, siguiendo la magistratura del catedrático Alberto Garzón, una disciplina competitiva donde las haya, sobre todo cuando un head hunter tenga que elegir entre las competencias de un chico español y las de un niño coreano o suizo.
Ahora solo nos queda la esperanza de que algunos profesores que quieran defender la dignidad de su bella profesión por encima del silencio de los corderos docentes, salven a las nuevas generaciones de la muerte de la sabiduría, dictada por un mediocre que, como mandan sus cánones, se convirtió en doctor copiando una tesis. Chapucera, también. Ah, y que viva la generación de Mecano.