Botswana y la cacería de Sánchez
Espero que la gratitud de millones de españoles evite que los profetas de la muerte de España arrasen el orgullo de haber tenido un Rey como Don Juan Carlos
Hoy hace diez años comenzó una nueva etapa en la vida de España: ostensiblemente peor. Ese 13 de abril de 2012, un septuagenario Rey, responsable de lo mejor que nos ha pasado en los últimos 50 años, se cayó en una habitación de un hotel de Botswana, adonde había ido a cazar acompañado de la mujer con la que compartía secretamente su vida. España vivía sumida en una crisis económica devastadora, que gestionaba como podía Mariano Rajoy, tras desalojar a Zapatero, especialista en atar los perros con longaniza, a pesar de que el paro alcanzaba el 21,5 por ciento.
Nunca sabremos qué hubiera sido de nuestra Monarquía si ese traspié, que rompió la cadera real, no se hubiera producido o, una vez producido, quedara en la clandestinidad de ese indefendible viaje. Uno de los comportamientos del monarca que, dicho sea de paso, nunca debieron consentir ninguno de los seis presidentes de la democracia, la mayor parte de los cuales abdicó de su deber para no buscarse problemas. Lo que sí sabemos es que los demonios políticos y mediáticos que desató el suceso arruinaron la estabilidad institucional de la que disfrutábamos. Esa madrugada de hace diez años se inició una agonía política que llevó a la abdicación de Don Juan Carlos, no sin que antes pidiera perdón en un pasillo hospitalario, una escenografía sórdida que daba la medida de la decadencia en la que entraría nuestra nación. Ni la Casa Real ni el Gobierno del PP debieron permitir que tan humillante acto diluyera (fue solo el comienzo) el carisma del artífice de nuestra democracia.
Su deterioro físico, unido al calvario procesal del escándalo Urdangarín, obraron como munición para que el populismo, la extrema izquierda y los independentistas iniciaran otra cacería: un proceso de destrucción de nuestros pilares constitucionales que solo necesitaba un timonel sin escrúpulos. Al correr de pocos años llegó: Pedro Sánchez Castejón. Gracias al cielo, su llegada fue posterior a la última y exitosa operación institucional de España desde la crisis: la abdicación del Rey y la llegada al trono de su hijo, Felipe VI.
Desde entonces, un proceso de ingeniería social está desmontando nuestro país, devastando cuantos valores y certezas habíamos atesorado. A aquel viejo Rey se le echó de España, en una vergonzosa operación que Sánchez instigó y Don Felipe no pudo evitar. En Abu Dabi sigue, para bochorno de todos. Hace poco, la periodista francesa Laurence Debray decía, con toda razón, que en su país a nadie se le hubiera pasado por la cabeza desterrar a su exjefe de Estado, Nicholas Sarkozy, el sí condenado por tráfico de influencias e intento de soborno y pendiente de sentencias más graves.
Espero que la gratitud de millones de españoles evite que los profetas de la muerte de España arrasen el orgullo de haber tenido un Rey como Don Juan Carlos. Él no debió ir hace diez años a la dichosa cacería, ni hacer otras cosas reprochables que hemos conocido después, pero bajo este sol que ya no le ilumina malvive una España declinante que, aun con todo, añora su reinado.