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Una historia real

Manuel se murió ayer, o morirá en breve. Es uno de los cadáveres invisibles de esa Administración de costumbres feudales que deja muertos anónimos en el suelo mientras se marcha de vacaciones

Les voy a pedir disculpas de antemano por estas líneas, escritas con el cuchillo entre los dientes y el ánimo de un sioux buscando cabelleras federadas. Retiren la parte de hiel que rezuma y pongan el foco, si lo estiman oportuno, en el espíritu, que es la cara buena de la letra herida.

Tengo un amigo con varias secuelas médicas derivadas de una larga enfermedad sin cura, agravada por la COVID y completada por un extraño episodio de prostatitis que le obliga a orinar cada cinco minutos: podría competir con el niño meón de Bruselas y le ganaría, para desconcierto de ese país de coles que acoge con gusto a Puigdemont como si fuera Mandela escapando de Soweto.

Pese a ello trabaja día, noche, fines de semana y festivos en su pequeño negocio hostelero, logrando tacita a tacita malvivir en interminables jornadas laborales que harían buenas las de un taller textil bangladesí.

Todo ello le da, los meses buenos, para pagar a duras penas a sus proveedores, soportar el recibo de la luz, abonar la indemnización a plazos de la única trabajadora que tenía, despedida entre llantos de ambos durante el confinamiento; y atender, con retrasos y recargos, los múltiples impuestos, tasas y pagos que le acosan de tres administraciones públicas distintas, los bancos, las telefónicas y las repsoles de turno: todo le ha subido un 10 por ciento, menos las penas, en cifras de inflación históricas ya desde hace años.

En estos días de supuesto asueto, Manuel, que no es su nombre y podría llamarse Rosa, Alfonso o Pilar; ve con ojos derrotados cómo su vecino, empleado municipal, marcha de largo puente empalmando festivos, moscosos y días pendientes, y siente una profunda tristeza, más que indignación: su horizonte inmediato es encontrar tiempo, al cerrar su local, para preparar el IVA, la Seguridad Social, el Impuesto de Sociedades y todos los pagos que han de salir de un monedero deshilachado por el uso y vacío como la panza de un oso hibernando.

Ya no es un arapahoe, ahora se ha convertido en un iakota en Wounded Knee y proyecta su cuerpo yaciente en ese valle de sangre y balas que acabó con los de su raza: el comerciante, el autónomo, el pequeño empresario; esos parias que pasean sus cadáveres invisibles para la Administración, que solo da pequeñas treguas por estar de vacaciones gracias a los recursos obtenidos con sus costumbres feudales.

Manuel se murió hace unos días. O morirá dentro de unas semanas, como tantos de su especie. Algunos de ellos de muerte natural, ahogado en tristeza y ansiedad. Otros arrojándose al tren o lanzándose desde un quinto tras revisar qué decía el seguro de vida para casos como el suyo.

Pero su historia, que no es apócrifa o tal vez sí, refleja la realidad de las dos Españas que conviven sin conocerse y se asientan, con cruel contumacia, por la voluntad férrea de Gobierno: la que hace cuentas con dinero que no tiene en el tiempo libre del que no dispone y la que, mientras, disfruta de un festivo eterno pensionado.

Alguien debe parar esta locura o todos acabarán en una azotea mirando hacia la nada. Y todos debemos contarlo, mientras, porque a su lado, a solas y con vergüenza, quizá haya alguien a punto de morir de pena, ese otoño del alma que dura ya demasiadas estaciones.