Fundado en 1910

Un paso fatal de la democracia inglesa

Las sociedades occidentales están tirando por el suelo el listón de exigencia moral a sus gobernantes

El listón de exigencia moral con los gobernantes está por los suelos en las democracias occidentales. Hace solo quince años, Boris Johnson y su mujer, Carrie Symonds, ya habrían abandonado a estas horas el Número 10 de Downing Street y estarían de vuelta en la vivienda pareada que poseen en el Sur de Londres. También se encontraría ya en babuchas en su casa el segundo mandatario más importante del Gobierno británico, el ministro de Hacienda, Rishi Sunak. Ambos habrían tenido que dimitir por una razón sencilla: incumplieron las leyes que ellos mismos habían aprobado, hasta el extremo de que han sido multados por la policía por ese comportamiento.

Las sanciones son menores, 50 libras, similares a las de un aparcamiento incorrecto. Pero su simbolismo es enorme. Boris es el primer gobernante británico que de manera probada ha incumplido la ley estando al mando del país. Y lo que es peor, se ha fumado unas leyes aprobadas por él mismo, que restringieron los derechos de reunión y movimiento de todos los ciudadanos.

Pero los tiempos han cambiado –para mal– y el premier ni se plantea dimitir. Aunque ha expresado unas «disculpas sin reservas», ahí sigue, «para servir al pueblo británico». Tampoco en su bancada parlamentaria se han alzado voces mayoritarias demandando su marcha. En el Partido Conservador se requiere la firma de 54 diputados para activar una moción de confianza sobre el líder y solo 30 parecen dispuestos a dar ese paso. El próximo mes se celebran elecciones locales y las dimisiones los debilitarían. Además, no se vislumbra un candidato tory con más pegada electoral que el carismático y estrafalario Boris, a pesar de todos sus jaleos y su amoralidad manifiesta y clásica.

La policía ya ha multado a cincuenta personas por reuniones festivas ilícitas en Downing Street durante la pandemia. Mientras Boris pedía solemnemente al pueblo británico que observase las restricciones, su círculo íntimo se las saltaba en joviales encuentros vinateros. La multa a Boris, su mujer y su ministro de Hacienda se debe a una pequeña fiesta sorpresa en la sala del consejo de ministros, celebrada el día de su 56 cumpleaños, el 19 de junio de 2020, y organizada por su esposa. Asistieron unas treinta personas. La policía investiga seis «parties» más con participación del primer ministro.

El entorno de Johnson alega que él no sabía nada de aquella fiesta sorpresa y que solo permaneció allí nueve minutos. Otros argumentos exculpatorios de sus partidarios son que todo es agua pasada, pues ya han pasado dos años desde los hechos, y que supondría una imprudencia relevar al premier en un momento en que está abierta la crisis de la guerra de Ucrania.

Es un punto de vista. Pero no el del público británico, que mayoritariamente quiere que Boris y su ministro se vayan (52 % a favor de la dimisión, según una encuesta de YouGov, principal instituto del país). También hay ilustres pensadores conservadores, como Daniel Finkelstein, que consideran obligada la marcha de Johnson: «Los gobernantes hacen la ley y romperla ellos mismos es motivo de dimisión». Desde que saltó el escándalo de las fiestas en el Número 10, Boris negó siete veces en los Comunes y en diversos medios haber burlado norma alguna. Es decir, de propina mintió al Parlamento, algo que hasta ahora en la política inglesa se pagaba siempre con la dimisión.

Si Boris Johnson logra salirse con la suya y finalmente conserva el poder, la democracia británica, la más antigua y admirada, se emporcará para siempre, pues habrá aceptado un precedente funesto: a partir de ahora resultará tolerable que un gobernante se salte sus propias leyes. No hay que ser un gran pensador moral para concluir que aceptar una dinámica así acaba pudriendo un sistema político. Este debate es muy importante, porque todos los mandatarios occidentales que ahora se ponen estupendos con Putin y le imparten grandes lecciones morales lo pueden hacer solo porque entre ellos y el autócrata ruso media una diferencia decisoria: el respeto al imperio de la ley y la democracia. Si Boris queda exento de cumplir la ley, ¿cuál es su autoridad moral frente a los dictadores?

En España hace tiempo que hemos desarrollado unas tremendas tragaderas ante los desmanes del poder y el uso de la mentira en política, una deriva que se ha extremado en la etapa de Sánchez. Pero el problema es universal, como muestra el ejemplo inglés, porque se ha bajado el baremo de exigencia. Mi sospecha es que esa renuncia guarda relación con la pérdida de valores morales de la sociedad, que deriva en buena medida de haber aparcado a Dios (solo el 27 % de los británicos son creyentes, según las últimas encuestas). En un mundo sin Dios se torna muy fácil a acabar aceptando que al final, de un modo u otro, casi todo vale.