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Viernes Santo

Para millones de cristianos de todo el planeta no es «el puente de Semana Santa», es otra cosa, infinitamente más grande

Hoy es Viernes Santo, fecha en la que los cristianos conmemoramos el hecho más impresionante y doloroso de la historia del mundo. Jesús, Dios hecho hombre, aceptó la pena de muerte más infamante e insufrible para rescatarnos, «porque el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, ha venido para servir y dar su vida por el rescate de todos», según reza en el Evangelio de san Marcos. Estamos tan familiarizados a lo largo de nuestras vidas con las representaciones de la pasión de Jesús, con la presencia de la imagen de la cruz, que a veces quizá ya no reparamos lo debido en la magnitud del sacrificio que asumió por nosotros.

La salvaje pena de muerte por crucifixión se cree que nació con los asirios en el siglo VI a.C. y fue utilizada profusamente por persas, cartagineses y romanos, hasta su supresión por Constantino el Grande en el siglo IV. El Imperio Romano la reservaba para esclavos y extranjeros (insurrectos, piratas, ladrones…), por tratarse de la forma de ejecución más dura y degradante para el reo. «Es el más cruel y terrible suplicio, el que se inflige a los esclavos», resumió Cicerón. La agonía se prolongaba durante horas. Con un desprecio absoluto hacia el ejecutado, su cadáver se solía dejar colgado en la cruz varios días para picoteo de las aves carroñeras.

Jesús se volvió molesto tanto para el poder romano como para la élite judía local. El primero lo contempló como un revoltoso más en una tierra pródiga en excéntricos y agitadores, otro pequeño líder local tal vez capaz de contrariar la Pax Romana. Pilato, el prefecto nombrado por Tiberio, enseguida se percató de que no era el caso. Notó al instante que Jesús era diferente, que no se trataba de un insurrecto político. Pero al final Poncio Pilato antepuso lo que entendía por paz a la justicia. Por su parte, para el consejo judío, Jesús suponía un escándalo insoportable debido al hecho de que se presentaba al nivel de Dios, una blasfemia inaceptable para su fe monoteísta.

A pesar de sus dudas de conciencia, finalmente Pilato envía a Jesús a la cruz. Primero ordena flagelarlo. La ley judía contemplaba 39 azotes. Pero puesto en manos romanas ya no había más límite que el capricho de los soldados. El instrumento de castigo era un látigo llamado flagrum taxillatum, de mango corto y varias tiras de cuero con bolas de hierro y pedazos afilados de hueso de oveja. Los cortes era profundos y desgarradores. Como describe Joseph Ratzinger en su formidable libro Jesús de Nazaret, el reo «era golpeado por varios guardias hasta que se cansaban y la carne del delincuente colgaba en jirones sanguinolentos». La flagelación de Jesús lo dejó tan debilitado que no pudo portar sin ayuda el travesero horizontal de la cruz, con el que cargaban los condenados hasta el lugar de la ejecución, en su caso el Calvario, o Gólgota para lo judíos, situado en el exterior de la muralla de Jerusalén, pero cercano a ella. Además los soldados hicieron escarnio de Jesús: le clavaron en la cabeza una corona de espinas, provocando cortes que ensangrentaron su rostro; como sarcasmo le dieron un cetro de caña y un manto de color púrpura; también lo abofetearon, riéndose mientras salmodiaban «salve, rey de los judíos».

La pena de la crucifixión estaba pensada para extremar el dolor y la angustia del condenado. Normalmente era clavado de pies y manos (o en las muñecas, como se cree que pudo ser el caso de Jesús). El poste de la cruz presentaba un pequeño saliente entre las piernas, que permitía al reo apoyarse un poco, lo cual ayudaba a prolongar su agonía. El ejecutado permanecía con las piernas ligeramente flexionadas y abiertas. Debido a la hipertensión de los músculos intercostales y del pecho, la sensación era de extremo dolor, asfixia, calambres, hormigueo. El condenado sufría hemorragias, deshidratación –de ahí la sed agónica–, muchas veces también insolación y finalmente un shock hipovolémico, pues el corazón acaba siendo incapaz de bombear al cuerpo la sangre suficiente y varios órganos dejan de funcionar. A veces los soldados romanos rompían las piernas del reo con una porra de hierro. Parece una crueldad añadida, pero en realidad era visto como un gesto de cierta clemencia, pues al ya no poder sostenerse se aceleraba la muerte.

Jesús se cree que fue clavado a la cruz al mediodía y murió a las tres de la tarde. Un soldado le propinó una lanzada final en un costado, que alcanzó su corazón, brotando agua y sangre. A su muerte, los evangelios nos cuentan que el sol se oscureció, el velo del Templo se rasgó en dos y la tierra tembló. Los soldados se sortearon su ropa. En su caso, los romanos permitieron que sus seguidores pudiesen llevarse el cuerpo para darle cumplida sepultura según el ritual judío.

No puede haber historia más dolorosa, pero Benedicto XVI, con su inteligencia clara, acierta a aportar consuelo: «En medio de su pasión –escribe Ratzinger–, Jesús es imagen de esperanza: Dios está del lado de los que sufren». En la cruz, Jesús se convierte en libertador y salvador de todos. «Jesús derrama su sangre como el verdadero cordero». Dios y el hombre se hacen uno. El acceso a Dios queda libre para ese ser siempre falible y quebradizo, y tantas veces ridículamente fatuo, que somos todos nosotros (a la postre, «polvo en el viento», como advierte el Eclesiastés).

Para millones de cristianos repartidos por el planeta entero, la Semana Santa no es solo un puente vacacional, una escapada, un paréntesis de asueto en la rutina de la rueda laboral. Es algo infinitamente mayor. En puridad, lo más importante y memorable, como recuerda la pervivencia en nuestras calles de tantas hermosas muestras de fervor católico popular. Y el que no lo entienda o no lo admita por sobredosis de «progresismo», o por otros prejuicios de esta época de superficialidad digitalmente espídica, pues allá se las apañe con su problema.