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Historias de Londongrado

Ahora el Reino Unido manda tanques contra Putin, pero durante lustros aduló en Londres encantado a todo su capital mafioso

Como es sábado, voy a intentar entretenerles con un pequeño cuento de Londres. O mejor dicho, de Londongrado. El cuento presenta una peculiaridad: aunque parezca increíble, todo ocurrió.

Imagino que Ringo Starr ya recibió su cuota de lluvia durante su infancia en Liverpool. Así que ahora el batería de los Beatles reparte sus días entre el sol de Los Ángeles y el de Mónaco. Pero aún así, como buen inglés, conserva un estupendo apartamento en una calle fina del barrio de Marylebone, en el centro de Londres.

Ojalá que Ringo no estuviese en su piso londinense el 8 de diciembre de 2014, porque ese día la vista desde la ventana no resultaba grata. En la verja con puntas de flecha situada frente al edificio estaba empalado el cuerpo de un hombre, un individuo calvo de 52 años, que había caído desde su ventana en el tercer piso. Bomberos veteranos, que lucharon para liberar el cadáver, nos contaron a los periodistas que había sido «lo más espantoso» que jamás habían visto. La policía concluyó que «no se trataba de una muerte sospechosa». Todo apuntaba a un suicidio.

El muerto se llamaba Scot Young, un promotor inmobiliario que había sufrido una quiebra y atravesaba horas amargas. Su carrera había sido fulgurante: del piso de protección oficial en donde pasó su infancia escocesa a una fortuna de 600 millones de euros (en sus mejores días, con jet privado, seis mansiones, colección de coches…).

En el arranque del siglo XXI, Scot Young solía reunirse con cinco amigos en el restaurante Cipriani de Mayfair, el barrio elitista donde nació, por ejemplo, Isabel II. Compartían mantel en aquel cenador el magnate ruso exiliado Boris Berezovsky (archienemigo de Putin); el gestor de un fondo ruso propiedad del oligarca Jodorkovsky (magnate de la energía encarcelado por Putin), un exbatería de rock reconvertido en contable de grandes empresarios y dos empresarios de éxito del sector inmobiliario. Todos mantenían algún lazo empresarial con Rusia. Como en la novela Diez Negritos de Agatha Christie fueron cayendo uno a uno. En tres lustros, todos estaban ya muertos. La policía y la justicia británica nunca acabaron de ver «nada sospechoso».

En 2004 cayó el abogado Stephen Curtis, el ceo del fondo de inversión de Jodorkovsky. Se subió a su helicóptero recién comprado, con un piloto experimentado, y se estrelló. El día estaba nublado, pero se podía volar perfectamente. Una semana antes de su muerte había mantenido una acalorada discusión con el magnate ruso Abramovich. Cuando tuve la suerte de vivir en Londres, a veces iba a ver al Chelsea, invitado por mi gran amigo el historiador Bob Goodwin. Los aficionados de Stamford Bridge apodaban al presidente de su club, Abramovich, como «El Monedero». Cuando pregunté por qué, me miraron como si fuese un pánfilo: «¡Pero hombre! Aquí todo el mundo sabe que es el testaferro de Putin!».

Paul Castle fue el segundo en caer, literalmente. Promotor inmobiliario de éxito, se codeaba con la crema y en su mocedad había jugado al polo con el príncipe Carlos. Para sorpresa de todos, en 2010 se suicidó arrojándose al metro en la parada de Bond Street, en el corazón comercial de Londres. Tenía 54 años.

Desde aquel día, su amigo y compañero de mesa en el Cipriani, Robert Curtis, no volvió a conciliar bien el sueño. Estaba convencido de que lo iban a matar. Era también promotor inmobiliario y se había asomado a la crónica social por su relación con la modelo Caprice. En 2012, con 47 años, también le dio por arrojarse al metro, en una estación del Noroeste de Londres.

Boris Berezovsky hizo fortuna en la era de Yeltsin, pero se largó raudo a Inglaterra por temor a Putin en fecha tan temprana como el año 2000. Le sirvió de poco. Sufrió varios intentos de asesinato. En uno de ellos, una bomba en su berlina decapitó al chófer. En marzo de 2013, Berezovsky apareció muerto en la bañera de su mansión de Berkshire, con una ligadura al cuello. La policía –y no se rían– no apreció señales de violencia.

El 11 de noviembre de 2014 fue el último día en la vida de Johnny Elichoff, otro comensal de la peña del viejo Cipriani. En su mocedad había sido batería en dos bandas ochenteras de éxito. Pero se reconvirtió en contable de cierta élite. Se dio la triste casualidad de que se cayó del tejado de un centro comercial al Norte de Kensington. No se sabe qué hacía exactamente paseando por allí…

Un mes después voló Scot Young desde su tercer piso rumbo a la verja de la acera de Marylebone. Ya no quedaba nadie. Su familia sigue sosteniendo a día de hoy que lo empujaron dos sicarios de la mafia rusa. Los seis amigos habían guardado relación con una misteriosa operación inmobiliaria llamada «Proyecto Moscú», para desarrollar allí viviendas y centros comerciales.

Mientras todo esto sucedía, el alcalde de Londres era un tal Boris Johnson, que como todo el mundo en la capital no albergaba queja alguna ante tan singulares «incidentes». El Evening Standard, el periódico gratuito del metro de Londres, de tirada colosal, es propiedad de un ruso, hijo de un exagente de la KGB. El exministro de Hacienda de Cameron, George Osborne, acabó siendo su director y buen amigo. Los magnates rusos eran importantes mecenas en museos como el Victoria & Albert, y donantes de las fundaciones de la realeza o del Partido Conservador. Por supuesto eran mimados por la aristocracia local y por la prensa, que babeaba ante sus dispendios plutocráticos (con frecuencia bastante horteras).

Ahora Boris Johnson se pone épico y anuncia el envío de tanques a Ucrania para ayudarla en la lucha contra el autócrata criminal Putin (que realmente lo es). Y a mí se me escapa una sonrisa –ácida– recordando los días en que el dinero ensangrentado era bienvenido y agasajado en todos los cócteles más selectivos de Londres. O de Londongrado. Como prefieran.