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¿Quién es el candidato extremista en España?

Probablemente, la respuesta correcta a esa pregunta no sea la que nos daría el Orfeón Progresista

Las opciones populistas a babor y estribor siguen ganando cuota electoral. Se debe sobre todo a que Occidente está estancado económicamente, porque el futuro se ha dado el piro a Asia. Hay mucha gente que está hasta la zanfoña –y con razón– al constatar que sus vidas no mejoran, que su poder adquisitivo merma y que sus hijos van a vivir peor que ellos. Así que buscan respuestas políticas inéditas, emocionantes y drásticas. Pero al final, salvo sorpresas puntuales como Trump en 2016, casi siempre se sigue cumpliendo el principio clásico que sostiene que las elecciones se ganan desde los aledaños del centro, en los grandes caladeros de las posiciones templadas.

Al lado de Jeremy Corbyn, una especie de Pablo Iglesias pero en versión educada, vegetariana y abstemia, Boris Johnson parecía un moderado. Por eso cuando llegaron las elecciones barrió del mapa a aquel laborista imposible. El actual canciller alemán, el socialdemócrata Olaf Scholz, poco tiene que ver con el partido de Adriana Lastra que ustedes conocen y padecen. Scholz fue ministro de Finanzas a las órdenes de Merkel, mantiene posiciones sosegadas, no intenta inventar la gaseosa cada mañana y defiende el legado cristiano de su país, aunque se haya apartado de la fe luterana en que fue educado. En Francia acaba de ganar también el más cercano al espacio del centro y lo mismo ocurrió en Portugal. El socialista luso Antonio Costa, que se impuso en enero por mayoría absoluta, poco tiene que ver con la cansina monserga doctrinaria y la brasa fiscal del partido de Adriana Lastra y Odón Elorza.

Si concluimos que las elecciones se ganan acercándose a la zona templada, ¿quién es el candidato español más alejado de la misma? El Orfeón Progresista dará al momento una respuesta de color verde. Pero algunos sospechamos que en realidad el político español más extremista se apellida Sánchez. A él le debemos disparates como el blanqueamiento del golpismo separatista catalán, que eligió como socio; la liberación exprés de sicarios etarras como pago a Bildu, o el asalto partidista de instituciones como el CIS y la Fiscalía. También nos ha traído un programa de ingeniería social que obliga a estudiar la historia de España con orejeras socialistas, una ley de educación que condena el esfuerzo, una campaña obsesiva a favor de la subcultura de la muerte y unos «cordones sanitarios» antidemocráticos contra quienes no piensan como él. Llevará traje y corbata, habrá estudiado de niño en un colegio privado caro de Madrid, ostentará un doctorado cum laude –de la Señorita Pepis– y hablará inglés con fluidez y gustándose, pero ideológicamente se ha comportado como un hooligan. Ahora mismo está dejando a los pies de los caballos a los servicios de inteligencia del Estado para salvar su entente con los separatistas que lo sostienen, una felonía que jamás cometería cualquier otro presidente de España.

Por todo ello, a Sánchez le ha surgido un problema electoral serio con Feijóo, que resulta más parecido a Macron que el actual inquilino de la Moncloa, a pesar del intento bastante patético de nuestro Pedro por situarse a la vera del divo galo y adularlo. El propio Sánchez es consciente de que el radicalismo no gana elecciones, por eso se cuidó de mentir a los españoles en su programa previo a los comicios de 2019, llegando a prometer que endurecería la legislación contra el separatismo golpista y que jamás gobernaría con Podemos. Ahora Feijóo le ha ocupado el centro y le va a ganar las generales. Aunque algunos, ya de paso, agradeceríamos que el nuevo líder del PP fuese reparando en que existen cuestiones cruciales más allá de la economía. Si va a derrotar a Sánchez solo para bajar un poco el déficit, dejando intacta toda su obra de ingeniería social, estaremos al final ante un viaje a ninguna parte. Pan para hoy y hambre para mañana.

España necesita una nueva ilusión, un nuevo paradigma que rompa esta inercia de culto a la mediocridad y el egoísmo ombliguista que se ha dado en llamar «progresismo». Se puede y se debe dar la batalla de las ideas, como acaba de hacer Ayuso en Madrid repeliendo el intento del Gobierno de acabar con el esfuerzo y el mérito en la educación.