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Viaje a Tontolandia

O como un país que iba muy bien decidió entregarse a una extravagancia de vocación suicida

Érase un país europeo que antaño había sido el más poderoso del mundo. Había descubierto un continente, había creado la novela más importante de la historia, había llevado a todos los confines del orbe una religión universal. Tras su cima, el país sufrió un declive acusado y finalmente inició el siglo XX de mala manera: con un experimento político republicano que acabó en desorden y escabechina fratricida, seguido por una posguerra con acusadas penurias.

Pero en la segunda mitad del siglo XX, ese país, del que nadie se acordaba demasiado, dio la campanada. Fue creando una ancha clase media. Dos generaciones de ciudadanos trabajaron a destajo con el legítimo afán de prosperar, y lo lograron. Los que antaño se habían matado en las trincheras acordaron un pacto de entendimiento y perdón mutuo. El país se dotó de una constitución razonable, con un sistema de libertades, una monarquía parlamentaria, un modelo de contrapesos y controles y una alternancia bipartidista que aportaba estabilidad.

El país fue avanzando de una manera muy llamativa y se produjo un notable salto en calidad de vida. Y eso a pesar de que sufría dos problemas casi endémicos que amenazaban su propia existencia: los zarpazos de brutal violencia de una banda terrorista de ideario separatista y la presión centrífuga del movimiento independentista de otra región.

Pero aquel país era mucho más sólido de lo que a veces parecía (y de lo que pensaban sus enemigos). Logró derrotar a los terroristas y mantuvo su unidad. Hasta que en la segunda década del siglo XXI sus ciudadanos comenzaron a tomar decisiones políticas equivocadas, emotivas, extravagantes, que lo acabaron convirtiendo en una suerte de Tontolandia.

Primero se cargaron el bipartidismo, porque habían descubierto un bálsamo de Fierabrás llamado «Nueva Política», con unos líderes alevines y virginales que todo lo iban a arreglar y todo lo sabían, porque eran jóvenes, nuevos y –algunos– guapos. Hoy aquellos portentos ya están prejubilados. La cosecha de tanta esperanza ha sido un aumento de la inestabilidad, dificultad para aprobar los presupuestos, filibusterismo parlamentario...

Poco después se produjo un golpe de Estado para intentar romper el país: los gobernantes de una región declararon una república independiente. Fueron condenados a 13 años de cárcel por ello, a pesar de que al juez le entraron ciertos complejines de última hora y escribió en su sentencia que todo había sido «una ensoñación». Al año siguiente del golpe, un político que no había ganado las elecciones se convirtió en presidente del país mediante una turbia alianza con los golpistas, a los que él mismo había contribuido a frenar suspendiendo la autonomía de la región. Nadie dijo nada ante aquella anómala okupación del poder sin haber vencido en los comicios y con aliados antisistema. Acababa de nacer Tontolandia.

Para mantenerse en el poder, el presidente de Tontolandia firmó un acuerdo secreto con los sucesores de los terroristas que durante cincuenta años habían masacrado a su país y con los golpistas separatistas. A unos les prometió que iría sacando de la cárcel a todos sus pistoleros. A los otros les prometió que indultaría por la cara a todos los presos golpistas. Ambas promesas se consumaron. Un auténtico escándalo. Pero la mayoría de los medios de Tontolandia y la mitad de la opinión pública siguieron apoyando a ese presidente.

Para defenderse de los separatistas que querían romper el país, los servicios de inteligencia de la nación los vigilaron, como se hace en cualquier lugar del mundo. Pero los separatistas estaban de capa caída. Las empresas se largaban de su región, que estaba comenzando a perder su brillo de antaño y sus oportunidades de negocio por obra de tanta majadería xenófoba. El movimiento independentista se iba desinflando. Necesitaban carnaza para reactivar a su parroquia. Así que un simpatizante de los golpistas escribió en una universidad canadiense un informe asegurando que el Gobierno del país había espiado ilegalmente a los buenos de los separatistas.

¿Y qué hizo entonces el presidente de Tontolandia? ¿Salió en defensa de sus servicios de inteligencia y de la ministra responsable de los mismos? Para nada. Lo que hizo fue humillarse ante los separatistas, pues era rehén de ellos para mantener su poltrona; dejar a los pies de los caballos a la ministra del ramo y al servicio de inteligencia y dar por buenas unas acusaciones no probadas de los enemigos más tenaces de su país. Además, dio un golpe de mano y en un solo día cambió de un plumazo el reglamento del Parlamento de Tontolandia para meter en la Comisión de Secretos Oficiales al partido de la banda terrorista y al de los golpistas separatistas. Es decir, abrió la caja fuerte de los secretos del Estado a unas fuerzas cuya única meta es romper ese Estado.

¿Y qué decía la opinión pública de Tontolandia ante toda esta sarta de dislates? Nada. Bien narcotizada por las televisiones del régimen y por el Gran Hermano propagandístico del Gobierno apenas se fijaba en «esas cosas». ¿Y qué decían los periodistas de Tontolandia? Pues en las ruedas de prensa del consejo de ministros no había ni una sola pregunta al Gobierno sobre el hachazo para meter a exterroristas y golpistas en el corazón de los secretos del Estado. Y es que en esas sesiones habitualmente el Ejecutivo de Tontolandia solo permitía que preguntasen periodistas pesebristas de su cuerda ideológica.

Y así están las cosas en ese simpático país, que va laminando impertérrito todos los pilares institucionales que lo sostienen mientras se dedica a debatir si su Rey, al que el presidente está intentando convertir en un ornato hueco sin cometido, tiene una peseta más o una peseta menos en el banco.

Por favor: ¡despertemos!