Don Carlos
Se ha muerto un hombre bueno que nació en Castilla para hacer el bien. Y cuyos restos mortales serán, a partir de ahora, suelo de Sevilla, y cielo de Sevilla
Me van a permitir una licencia, mucho más amparada por la emoción que por la vanidad. El 14 de marzo de 1990 falleció mi gran amigo Juan Antonio Vallejo-Nágera. Siempre tuve la suerte de tener amigos mayores, sabios y hondos. Luis María Anson me llamó para encargarme la Tercera de ABC del día siguiente, y lo que escribí de Juan Antonio no era mío, sino de mi alma, malparada aquella tarde por una enorme tristeza. Dos días antes, me llamó su hija Alejandra para pedirme que fuera a despedirme de su padre, de acuerdo con sus deseos. Juan Antonio yacía entre cables y vías, ya con su rostro descolorido de muerte y su voz debilísima. «Dame un abrazo». Y cuando fui a dárselo me topé con las vías de suero, el respirador, los cables por los que bebía y se alimentaba. Y encontré libre de artilugios médicos su mano izquierda, y se la besé. «Me has despedido como si fuera un cardenal». No perdió su sentido del humor a pesar de los dolores que ya no se dejaban vencer por los calmantes. Y el 20 de marzo, recibí un sobre con un tarjetón. «Querido Alfonso: tu Tercera de ABC dedicada a mi primo Juan Antonio es de una profundidad y belleza que ha llenado los ojos de lágrimas a este cura franciscano. La tarjeta te la escribo yo. La bendición me la ordena el Señor, que ya tendrá a nuestro Juan Antonio al alcance de Su Amor. Con mi mayor abrazo. Carlos Amigo Vallejo».
El que se ha ido ahora es don Carlos, el cardenal. Castellano puro, con afluentes leoneses. De Medina de Rioseco. cardenal arzobispo de Sevilla. Sevillano adoptado y adoptivo. Descansará para siempre en su prodigiosa catedral, en la capilla de San Pablo, tan cercana a la Virgen de los Reyes. Cardenal de todos, pastor incansable. Franciscano. Impulsor de la Magna Hispalensis. Él trajo casi de la mano a San Juan Pablo II a España. Cuando los criminales de la ETA asesinaron a Alberto Jiménez-Becerril y su mujer, Ascensión, y al doctor Antonio Muñoz-Cariñanos, don Carlos habló sin tapujos, y su mirada se debatía entre la pena honda, la dureza sosegada y la difícil medida de su indignación. Y no ocultó su «infinita tristeza» y su denuncia por el amparo que cierto sector de la iglesia vasca –no mencionó a Setién–, ofrecía al submundo cercano al terrorismo.
Don Carlos no tenía aspecto de cardenal. Lo tenía de Papa. Imponía su empaque. Cercano a los 190 centímetros, su mirada de inteligencia, su gesto de amor, su palabra culta, su humor divertido. Su Sevilla, porque don Carlos era un castellano con mucha más Sevilla en su alma que muchos sevillanos. Un tramo de la calle Placentines, el que va desde la Giralda a Alemanes, lleva ya su nombre. «Los franciscanos somos muy nuestros. Si Dios no nos sujetara… no quiero ni pensarlo». Un día escribí, ya en La Razón, en sus principios, que me ponían de muy mal humor los conjuntos guitarreros parroquiales. La buena música sacra ayuda a encontrar a Dios, pero esos grupos no ayudan nada. «Me pasa lo mismo. A veces siento deseos de sacarlos de la iglesia a guitarrazos». Y se reía, francamente, cuando recordaba mi impertinencia.
Se ha muerto cuando Sevilla está más guapa. Manuel Halcón, don Manuel, al que tanto queríamos Antonio Burgos y yo ,nació un 1 de enero. No está bien que un sevillano nazca en el frío, con las buganvillas tristes, los jacarandas desnudos y el azahar lejano. Don Carlos, ya desde su caja, se asombrará de nuevo con la primavera de Sevilla. Las buganvillas estalladas, los jacarandas azules y el azahar extendido. Se ha muerto un hombre bueno que nació en Castilla para hacer el bien. Y cuyos restos mortales serán, a partir de ahora, suelo de Sevilla, y cielo de Sevilla.
Se nos ha dormido don Carlos.