A las mariscadas
Nadie sabe cuántos liberados sindicales financiamos, pero todo el mundo intuye que trabajan lo mismo que el peluquero de Kojak, el sastre de Tarzán y el endocrino de Junqueras juntos
La última vez que Pepe Álvarez trabajó, Arias Navarro era presidente del Gobierno, a punto de dimitir, y Adolfo Suárez iba a serlo. Aquel año de 1976 el bueno de Pepito, con 20 añitos, se convirtió en secretario de Acción Sindical de la única empresa en la que constan sus servicios, La Maquinista Terrestre y Marítima, de la que dio el salto a la secretaría de Organización de la Sección del Metal de la UGT en Cataluña.
Para que se hagan ustedes una idea de la formidable carrera de este asturiano que se presentaba como Josep para no desagradar a la ya incipiente secta separatista, su última y tal vez única experiencia laboral se remonta a los mismos años en que la Mikado prestó por última vez servicio como locomotora a vapor y aún vivían, por poco tiempo, Franco o Mao Zedong.
Se desconoce si Álvarez cobraba incluso en maravedíes, pero lo que es seguro es que nunca más tuvo que levantarse a las siete para llevar unos duros a casa ni para comprarse un pañuelo palestino con el que gusta de posar aún hoy en día para escribir maravillas como esta, extraída de su apasionante blog titulado Valor sindical y presentado con una conmovedora declaración de principios: «Los trabajadores son nuestra patria y sus derechos nuestra bandera».
Ahí escribió una memorable reflexión, bajo el titular «Las jornadas interminables matan», que al menos refleja una virtud intuitiva incuestionable y una capacidad auditiva sobrenatural que le permiten alcanzar conclusiones razonables sobre fenómenos que nunca ha practicado.
Este es el señor del que depende la negociación laboral en España, en compañía de otro llamado Unai que se hace el Sordo y a los pechos de una abogada laboralista que se cree una actriz de El acorazado Potemkin y de un presidente que comenzó su vida laboral de enchufado del PSOE en Europa y la prosigue enchufando a todo el PSOE en España.
Todos ellos, más algún funcionario más de esas patronales compuestas mayormente por liberados con pajarita, son los responsables de que España sea el país con la mayor tasa de paro de Europa y, entre los jóvenes y las mujeres, el cataclismo sea tercermundista.
También de que los costes laborales, que es la manera fina de llamar al impuesto al trabajo, hayan subido cerca de un 50 % en la última década, sumándose a uno de los cinco mayores esfuerzos fiscales del mundo para esos contribuyentes que, de media, disponen de la mitad de la renta de Alemania.
En ese mismo tiempo de saqueo legalizado, solo ha subido el empleo público, no muy lejos ya de los cuatro millones de nóminas, de las que solo la mitad son en sanidad, educación, justicia, seguridad, defensa o hacienda: los sindicatos, junto a la clase política, se han especializado en exclusiva en la negociación colectiva en la Administración Pública, un banquete de tigres sindicales y leones políticos donde el ciudadano hace de gacela.
Ayer celebraron el 1 de mayo disfrazados de currantes, en un número inferior al del total de liberados sindicales que conforman un censo infinito pero desconocido: nadie sabe cuántos son, pero todo el mundo intuye que trabajan lo mismo que el peluquero de Kojak, el sastre de Tarzán y el endocrino de Junqueras juntos.
Empobrecida y desarmada la clase trabajadora, en cuyo nombre todos estos caraduras profanan sus derechos, frustran sus esperanzas y entierran en restos de gambas la bella historia del sindicalismo fabril, digamos al menos una cosa para modernizar el aforismo: no hay nada más tonto que un obrero de CCOO y UGT. Salud y a las mariscadas.