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El aire de Foxá

Foxá fue en numerosas ocasiones castigado por su incapacidad para el silencio. Y terminó saltando: «Mi respetada señora. En Paraguay, todo lo que no viene de España, lleva plumas en la cabeza»

Estoy en Madrid, mi cuna, mi ciudad. Al fin llegó la primavera. De cuando en cuando sopla un golpe de viento frío, azul, del Guadarrama. Antes de llegar a Madrid sacude los árboles de Galapagar, y en concreto, del jardín de Irene Montero, la niñera, los veinte vigilantes y la barbacoa de los fines de semana. El gran Agustín de Foxá, conde de Foxá y marqués de Armendáriz, paseó sus huesos por todo el mundo, pero sólo se sentían dichosos, sosteniendo su breve estatura y ancho corpachón, en Madrid. Llegó de su último destino, Manila, agonizante. De Barajas al hospital. El conductor de la ambulancia cerró las ventanas para que el agonizante no sintiera frío. «No, por favor –le rogó Foxá–; quiero sentir por última vez el frío seco de la sierra».

Foxá había advertido al ministro de Asuntos Exteriores que su nombramiento como ministro-consejero de la Embajada de España en Manila equivalía a su muerte. Foxá se había bebido en vida más de una cosecha de La Rioja y la mitad de una bodega de whisky de las «High Lands» escocesas. Y se había fumado una gran parte de los habanos de Vuelta Abajo, y miles de cajetillas de Chesterfield. Tenía amurados los pulmones y su hígado se había convertido en una multitudinaria reunión de transaminasas. El calor sofocante y húmedo de Manila le horrorizaba, pero el ministro fue tajante: «Agustín, los diplomáticos sois como los sacerdotes y los militares. Donde son destinados, allá van sin rechistar».

Foxá tuvo sus grandes años diplomáticos en la América nuestra y en Roma. En la embajada de España en Paraguay mantuvo una pequeña discusión con la invitada a una cena. La invitada era la vicepresidente de Paraguay, una mema que puso a los pies de los caballos la colonización española. Foxá fue en numerosas ocasiones castigado por su incapacidad para el silencio. Y terminó saltando: «Mi respetada señora. En Paraguay, todo lo que no viene de España, lleva plumas en la cabeza». Y fue sancionado y devuelto a Madrid. En Madrid, las tertulias literarias celebraban cada castigo a Foxá, porque sus reuniones se llenaban de ingenio. Al actor Juan Espantaleón se le tributó un homenaje. Espantaleón padecía un mal poco llevadero. Bebía más de diez litros de agua cada día y, lógicamente, se veía inducido por su vejiga a desaguar con excesiva frecuencia. En el homenaje que se le brindó en el Hotel Menfis, Espantaleón tuvo que interrumpir su discurso de gratitud para acudir con urgencia al cuarto de baño. Y Foxá, le leyó un epigrama:

Espantaleón
Meando, no es manco.
Tiene una minina
Con una turbina,
que, de conocerla,
la inaugura Franco.

A don Jacinto Benavente, en aquellos tiempos difíciles para salir del armario, después de estrenar en el Teatro Infanta Isabel su comedia Una Señora.

Don Jacinto Benavente
Ha estrenado una señora.
Y es lo que dice la gente:
¡Ya era hora, ya era hora!

Sonetos brutales contra la familia Domecq, don Ramón Serrano Súñer –cuñado del Caudillo–, y Celia Gámez, ahijada en España del heroico general don José Millán Astray.

…Tú que cantas esos tangos con ojeras
Repletos de memeces argentinas.

Y sus tercetos, que nadie se atrevería hoy a escribir.

Los prognatas toreros que complicas (Belmonte)
Por ti se tornan en babosos toros.
Vas al teatro con señoras ricas
Y estrenas obras, con cretinos coros,
Escritas para ti por los maricas (el maestro Moraleda)
Que sueñan con los culos de los moros. (La Guardia Mora de Franco)

De Manila volvió con un hilo de vida. Y le dedicó al ministro –ya lo he escrito aquí, pero hoy me repito porque me gusta recordarlo–, su poema fundamental, La Melancolía del Desaparecer. Él se sabía al borde de la despedida.

Y pensar que después que yo me muera,
Aún surgirán mañanas luminosas,
Que, bajo un cielo azul, la primavera
Indiferente a mi mansión postrera
Encarnará en la seda de las rosas.
Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,
Sobre mis huesos danzará la vida,
Y que habrá nuevos cielos de escarlata,
Bañados por la luz del sol poniente,
Y noches llenas, de esa luz de plata
Que alumbraba mi vieja serenata
Cuando aún cantaba Dios bajo mi frente.
Y pensar, que no puedo en mi egoísmo,
Llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja.
Que he de marchar yo sólo hacia el abismo,
Y que la luna brillará lo mismo,
Y ya no la veré desde mi caja.

Creo que escribir de Foxá es mucho más saludable para los lectores de El Debate, que hacerlo de Pegasus.

Hoy he sentido el frío azul de la que también es mi sierra.