La regla es mía
Gracias a Irene e Ione tenemos claro que somos unas humanas más limitadas que nuestros compañeros
Voy a aprovechar que soy mujer para decir lo que me dé la gana sobre la regla. Porque la regla es mía. Jamás pensé que iba a tener que explicar la siguiente perogrullada. Pero vamos a ello: la regla jamás ha sido una enfermedad, ni una patología inhabilitante, sobre todo porque las chicas sabemos que anticipándonos a los síntomas (que una mujer detecta enseguida, ayudada por el calendario) con la ingesta de alguno de los analgésicos que hay a nuestro alcance, el síndrome premenstrual se atenúa considerablemente. Y solo en algunos casos, que los ha habido y los hay, la menstruación impide hacer vida normal y entonces interviene el médico (pero no ahora, siempre): a casa dos o tres días, hasta que el dolor mengüe. Aunque Irene Montero crea que el sangrado femenino ha sido una condena machista que nos ha impedido avanzar, esa paranoia solo existe en su desordenada cabeza, donde conviven un feminismo puritano y el disfrute de un puesto en el Gobierno gracias al dedazo de su macho alfa.
Montero y Belarra han convertido la fisiología de la mujer en una incapacidad física para devolvernos al paradigma del sexo débil. Si algo ha conseguido la igualdad de la mujer y su incorporación al mercado laboral es alejarnos de esos parámetros victimistas. Y ahora llegan estas ministras a recordarnos lo fastidioso que es ser mujer, hasta lo sucia que es nuestra biología, y a estigmatizarnos como detentadoras de un derecho a la lástima por parte de los hombres y potencial carne de discriminación en el trabajo. Quién iba a decirnos que el neofeminismo sería el nuevo machismo que nos alerta sobre lo malo que es enseñar nuestra anatomía (que se lo digan a Chanel), lo fastidiosos que son nuestros ovarios y lo cosificante que es ponerse guapa.
El adanismo podemita señala la menorragia como si fuera la peste bubónica, que obliga a subvencionar a las trabajadoras (que se creían libres e independientes) durante cinco días al mes, regalarles copas menstruales (que nos devuelven al tiempo de nuestras abuelas), facilitar compresas en las aulas (a mí me las daban en la facul e Irene no había llegado a nuestras vidas) y, para cerrar el círculo, protegerlas de un obstetra con trazas de Jack el Destripador, cuando la regla desaparece durante nueve meses.
Qué curioso, tanto interés ginecológico y ni media palabra sobre las autónomas asfixiadas por Escrivá, las madres sin conciliación familiar, las huérfanas por las balas de ETA, las niñas catalanas discriminadas porque no pueden aprender en el cole la lengua de su país, las menores abusadas en autonomías de izquierdas, cuyos Gobiernos boicotean cualquier investigación, o las consecuencias terribles para una menor de edad que pueda abortar sin el consentimiento de sus padres, fruto de la aberrante reforma que el Gobierno aprobó ayer.
Gracias a Irene e Ione tenemos claro que somos unas humanas más limitadas que nuestros compañeros, maridos o hermanos y que sin la paternal ayuda del Estado nos retorceríamos de dolor por la oficina o la fábrica a causa del machismo capitalista, que licencia en las facultades a médicos prestos a dar bajas a los hombres por unas hemorroides y contrarios a administrar calmantes a las féminas menstruantes. Lo que no han aclarado nuestras sacerdotisas es qué será de nosotras si volvemos a casa solas, borrachas y encima tenemos la regla. Estamos todas en un sinvivir.