Dejen soñar a los niños
Hay un mundo abierto ahí fuera para quien desee hacer cosas, es una pena cerrar sus puertas en nombre de la resignación y la igualación en la mediocridad
En el año 1982, Felipe González logró una mayoría absoluta que hoy parece de novela de fantasía (202 diputados), y en paralelo se produjo la extraña hecatombe de la UCD, que perdió 157 escaños y se quedó con un grupo parlamentario que cabía en una furgoneta (11). Imagino que esos acontecimientos centrarán la atención de los historiadores que estudien aquel año. Por entonces, yo estaba acabando el bachillerato en La Coruña, pero no es la victoria del PSOE lo que más recuerdo de 1982. Lo que se me ha quedado en la memoria 40 años después fue el Mundial de fútbol y una película.
Nuestra ventosa ciudad atlántica resultó elegida como una de las sedes del Campeonato del Mundo. Dado que el Deportivo llevaba un porrón de años hundido en Segunda, vocación a la que hemos vuelto, aquello suponía un acontecimiento. Mi padre estaba en tierra en esos días y para la ocasión nos llevó a ver el Polonia-Perú al estadio de Riazor, al que le habían lavado un poco la cara con unos asientos de plástico. Casi nos linchan allí. Polonia, liderada por un portentoso jugador calvo llamado Lato, le cascó un 5-1 al pobre y animoso Perú. Mi padre, europeísta y simpatizante de los polacos, celebró cada gol con gran euforia. El problema fue que habíamos caído en la grada donde se había reunido el grueso de la parroquia peruana. Digamos, por resumir, que aquel día nos silbaron un poco los oídos...
Entre los peruanos que habían viajado a Galicia para seguir a su selección se encontraba Mario Vargas Llosa, entonces de 46 años, que escribía crónicas de los partidos para la prensa. Su talento no pasaba desapercibido ni siquiera como gacetillero balompédico. Su crónica sobre las penalidades de aquella tarde del vapuleado Perú arrancaba así de florida: «En los primeros cincuenta minutos –es decir, hasta el primer tanto polaco–, compadecidos de los millares de peruanos que en las tribunas del estadio de Riazor de La Coruña sudaban hiel, Santo Toribio de Mogroviejo, Santa Rosa de Lima y la beatita de Humay mantuvieron cerrado el arco que defendía (¿defendía?), con más gritos estentóreos que con actos, el portero Quiroga». Genial.
A mí me gustaba leer, vicio que había heredado de mi padre, que se llevaba sacas de libros para sus mareas en el Gran Sol. Por él estaba al tanto de quién era Vargas Llosa y lo admiraba. Así que una tarde me fui al hotelito donde se hospedaba, en la playa de Santa Cristina, en las afueras de la ciudad, a ver si me firmaba uno de sus libros. El escritor resultó un hombre extraordinariamente afable, guapo, dentudo y risueño, que me rubricó la novela con cortesía. Treinta años después, aquel gacetillero, que garrapateaba sus crónicas futboleras en la grada riazoreña, ganaría con todo merecimiento el Premio Nobel de Literatura. Sus mayores sueños se cumplieron.
En aquel año se estrenó El año en que vivimos peligrosamente. Es el otro hecho que recuerdo de 1982, porque salí del cine hipnotizado por la historia del hermoso romance en la convulsa Indonesia de Sukarno entre Mel Gibson, un enviado especial de un periódico australiano, y Sigourney Weaver, una empleada de la embajada británica. Me temo que aquella película tuvo la culpa de muchas vocaciones de entonces hacia el periodismo (oficio que en realidad no se parece en casi nada a las emociones que allí se cuentan). Algunas escenas de la película, rodadas con inteligente estilo por Peter Weir, se veían alzaprimadas por una música envolvente, que parecía venida del futuro y a la vez conservaba un poso clásico. Eran los compases de L’Enfant, una pieza de 1979 de un compositor griego, un tal Vangelis, que ahora se acaba de morir a los 79 años en París por un petardazo cardíaco.
Vangelis es ciertamente un nombre más comercial que el que le había caído de cuna: Evángelos Odysséas Papathanassíou, ¡ahí es nada! Había nacido en un pueblo costero griego de tres mil almas, hijo de un promotor inmobiliario al que le iba muy bien y que era un enamorado de la música. Vangelis empezó a tocar de oído de niño. A los 18 años ya hacía diabluras con un órgano Hammond y pronto comenzó a componer banda sonoras para el cine heleno. Después dio el salto a París, donde con otros compinches griegos montó una exitosa banda de rock psicodélico. Aquello le pareció enseguida un tostón. Los dejó y se marchó a Londres, donde comenzó a componer bandas sonoras mágicas que le reportaron un Oscar y fama mundial. Hay quien sostiene que la mejor música clásica de hoy son las bandas sonoras del cine (y escuchando a Max Richter, o la genialidad que compuso Hans Zimmer para La delgada línea roja, cuesta no darles la razón).
Vargas Llosa y Vangelis poseían el don de un enorme talento innato, sin duda. Pero no eligieron el camino fácil. Mario podía haberse conformado con quedarse en Lima, buscar un trabajo seguro en la docencia funcionarial, o hacerse abogado, o militar… Vangelis podría haber ingresado en un conservatorio de Atenas y asegurarse una vida cómoda, de ni mucho ni poco. Sin embargo, entendieron que el mundo era grande y se lanzaron a él trabajando como posesos en lo que les gustaba, hasta que el tiempo acabó dándoles la razón.
Pero su planteamiento vital no es el que hoy se enseña y recomienda a los niños españoles. En lugar de estimular sus sueños y ambiciones, se los educa en el resentimiento social, el odio a «el rico», la igualación a la baja, el conformismo… La ambición que distinguió a nuestros padres y abuelos empieza a desinflarse (me asombra, por ejemplo, que muchos chavales de hoy ya no están interesados en obtener el carnet de conducir, que era en mi juventud una de nuestras primeras ambiciones; y en Estados Unidos se está produciendo el fenómeno de que los jóvenes se niegan a cambiar de ciudad para buscar otras opciones, porque han perdido el «grit», la garra que hizo grande a América).
Por supuesto la mayoría de las personas jamás veremos realizados nuestros sueños. Pero recorrer el camino de la búsqueda ya supone una ganancia. Nunca dejaré de agradecer el día en que decidí dejar el confort de mi ciudad natal para ver un poco qué pasaba por ahí fuera.
Por favor, dejen soñar a los niños. Aparquemos por un rato tanto pesimismo cenizo. Como dice la canción de The Lathums, ese grupo de chavales ingleses norteños de tanto éxito, «demos a los niños la oportunidad de ver lo bonita que puede ser la vida».