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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Piropeando

Irene Montero pasará a la historia (tan bajo hemos caído, sí, lo sé) por debilitar a las mujeres hasta convertirnos en pobres humanas desamparadas a las que hay que auxiliar cuando tenemos la regla o un señor nos piropea

El matriarcado de una cajera de supermercado a la que su novio elevó a ministra ya no nos deja ni ser piropeadas. No es que yo sea muy partidaria de que te saquen los colores con lisonjas unos señores a los que normalmente no conoces, máxime si estas son de mal gusto. Es más, si son ordinarias siempre me ha gustado ser yo la que responda con una imprecación que habitualmente recuerda a la madre del que osa tal vulgaridad. Reconozco que me falta sororidad en la respuesta, pero ahí lo llevan. Eugenio d’Ors decía que «el piropo es un madrigal de urgencia»; yo no soy tan benévola, pero reconozco que los hay poéticos, castizos, naíf, y, finalmente, los soeces, retratos al natural de los patanes que los blasonan.

Pero he de confesar que, desde tiempos de los consejos matriarcales de mi abuela, no había vuelto a tener esta sensación que me invade de persecución puritana: niña, no hables con desconocidos; niña, no mires a los hombres que te miran; niña, no enseñes mucho escote… Irene Montero pasará a la historia (tan bajo hemos caído, sí, lo sé) por haber debilitado a las mujeres hasta convertirnos en pobres humanas desamparadas a las que hay que auxiliar cuando tenemos la regla o cuando un señor nos piropea. Si esto era el nuevo feminismo, que Lidia Falcón nos coja confesados.

En el régimen de Sánchez, la ideología está por encima de la ley y del sentido común y la clave está en exagerar siempre la posición del damnificado, al que solo los adanistas del Gobierno socorren. Es decir, convertir a los piropeadores en machistas recalcitrantes, si no en acosadores sexuales, a los que hay que castigar, para que ellas sientan que solo la religión progresista las salvaguarda. Tanto camino recorrido para que una feminista, definitivamente cateta, se arrogue la potestad de sancionar a un señor que me piropea, como si yo no fuera suficientemente capaz de pararle los pies.

En ese engendro de ley del «solo sí es sí», pretendidamente protectora de la libertad sexual (como si el Código Penal no persiguiera ya esos delitos), queda a la intemperie la presunción de inocencia, colocando la carga de la prueba en el denunciado, e introduce unas consignas ideológicas que, lejos de respaldar a las mujeres, las convierte en seres de segunda, necesitadas de que el Estado las defienda no del paro, la discriminación o la falta de oportunidades sino… ¡de los dolores de la regla y de los piropos! Por si le sirve a la señora Montero, le recomendaré que se olvide de los piropos y se centre en los insultos, ofensas y descalificaciones que, por ejemplo, dedica su pareja a periodistas (fundamentalmente mujeres) que le critican. O en los manejos con el teléfono de su amiga Dina, a la que escondió el móvil en un auténtico piropo cibernético, para «no someterla a más presión» (sic). Ahí tendría una buena veta para defender a mujeres a las que su macho alfa, precisamente, no piropea.

Hermana, yo sí te creo. O no. Pero mis piropos me los gestiono yo.