Colombia, un país normal
En Colombia, en buena parte de los estados occidentales, los viejos partidos tienen que reaccionar ante las exigencias de un cambio de época si quieren continuar siendo actores de la vida política de sus respectivos países
La primera vuelta de las elecciones presidenciales en Colombia ha concluido. Como ocurrió previamente en Francia, esta primera vuelta resulta de gran interés para tomar el pulso a la Nación, para poder radiografiar con cierta exactitud el sentir de sus gentes. En esta ocasión Colombia se ha comportado en buena sintonía con el conjunto del bloque de estados occidentales. Los colombianos han dejado muy claro, es imposible expresarse con mayor nitidez, que están hartos de las élites que les han venido gobernando desde los años cuarenta del pasado siglo. Así empezaron sus vecinos venezolanos y no parece que los resultados de su experimento les hayan ido muy bien. En la misma línea parecen ir Perú, Chile o Brasil, potencias continentales que han optado por ensayos alternativos de uno u otro signo.
Si preguntáramos a un colombiano de a pie no nos diría nada que no hubiéramos escuchado antes en Estados Unidos, el Reino Unido o Francia: que los políticos le han dado la espalda, que se preocupan sólo por sus propios intereses y los de las grandes corporaciones, que están hartos de la corrupción y que quieren sentir que al frente del país hay gente como ellos, que les entiende y que se ocupa de los problemas reales.
El auge de movimientos alternativos es una característica clásica de los cambios de época. Si los partidos tradicionales no son capaces de adaptarse a las nuevas circunstancias, si están presos de viejos discursos o de una normativa anacrónica, la sociedad los sustituirá. Al fin y al cabo, no son más que instrumentos de los que una sociedad se dota para resolver sus problemas cotidianos. ¿Qué fue de los neo-gaullistas o de los socialistas franceses?, ¿de los democristianos o de los socialistas italianos?, ¿de los comunistas de uno u otro país? El problema, como la experiencia nos demuestra, es que los nuevos no siempre son mejores que los viejos.
Una sociedad políticamente madura se caracteriza por adaptarse progresivamente a las nuevas circunstancias. Y aquí nos encontramos con dos problemas críticos, que vienen a denotar ese grado de madurez. Para adaptarse hay que entender primero las claves de esas nuevas circunstancias, los elementos vertebradores de un nuevo tiempo. Eso requiere inteligencia y formación, con cuadros preparados para el análisis. Si el diagnóstico es correcto el paso siguiente será elaborar una política adecuada, a partir de las referencias ideológicas propias. Si no se está en condiciones de liderar a una sociedad en un tiempo complejo, por ausencia de análisis y de política, qué sentido tiene presentarse a unas elecciones. Por último, y no menos importante, está el hecho esencial de la política en las sociedades modernas. Ortega y Gasset, una referencia internacional en el estudio de las «sociedades de masas», nos explicó que la política es un ejercicio cotidiano de pedagogía. Si el político quiere ganarse la confianza del ciudadano deberá explicarle, en palabras asequibles, las claves de su época al tiempo que le propone soluciones viables y coherentes.
Sin análisis la política se convierte en un estéril juego de poder. Sin política el análisis se reduce a un ejercicio académico sin repercusión social. En Colombia, en buena parte de los estados occidentales, los viejos partidos tienen que reaccionar ante las exigencias de un cambio de época si quieren continuar siendo actores de la vida política de sus respectivos países. De no hacerlo no sólo merecerán el desprecio social y el quedar arrumbados en la cuneta de la historia. Además, serán corresponsables de los desastres que los siguientes provocarán. De la misma forma que los electores se ganarán a pulso lo que les espera. Es el problema del principio de responsabilidad en democracia. Si podemos votar debemos hacernos cargo de las consecuencias.