Objetofilia
Después de siete años manteniendo una relación estable con una grúa, Érika le ha devuelto los regalos inesperadamente, y se ha liado con un patinete
El gran Antonio Mingote lo decía y repetía cuando llegaba a sus oídos algún pormenor de amores confusos. «En asuntos de braguitas y braguetas/ nunca opines ni te metas». Pero lo de hoy no se puede pasar por alto ni sobrevolarlo. Después del titánico esfuerzo de Irene Montero desde su Ministerio de la Igualdad y las Obsesiones Sexuales, para hacer oficial la existencia de 18 sexos diferentes, surge inesperadamente el décimonoveno. La objetofilia. El objetófilo es todo aquel ser humano o humanoide que renuncia al amor con otros individuos de su especie o subespecie, y se entrega apasionadamente a los objetos. Omito sus apellidos, pero no su nombre de pila. La primera objetófila que se ha atrevido a salir del armario es barcelonesa y se llama Érika. Lleva catorce años manteniendo con diferentes objetos relaciones sentimentales. Hoy, Érika –así lo ha reconocido–, pasa por trances de melancolía y tristeza. Todo final es penoso. Recuérdese la balada francesa de mis años juveniles Capri c'est fini interpretada magistralmente por Hervé Vilard. Después de siete años manteniendo una relación estable y enriquecedora con una grúa, Érika le ha devuelto los regalos inesperadamente, y se ha liado con un patinete. No se desliza sobre su amor. Duerme con el patinete, y le susurra todas las noches esas cosas bonitas que tanto agradecen los patinetes sensibles. La grúa se ha quedado literalmente destrozada. Mi pobre imaginación alcanza a figurarse el acto sexual de Érika con la grúa, pero ante su nuevo amor, el patinete, me veo obligado a tremolar la bandera blanca de la rendición. Por otra parte, entregar el amor a un patinete al que se acaba de conocer, conlleva riesgos y peligros. Antes de alojar al patinete en su casa, y ofrecerle para su dicha y posterior descanso la mitad del espacio de su lecho –que tiene que ser amplio, porque de lo contrario no podría haber mantenido durante siete años una relación estable con una grúa–, lo recomendable es conocer a la madre del patinete. A las madres hay que conocerlas, y si no, que le pregunten a Florentino Pérez, que no quiso tratar a la madre de Mbappé, y así le ha salido el tiro por la culata. Un patinete desconocido puede resultar comprometido y de proceder incierto. Abandonar a una grúa leal y cariñosa en beneficio de un patinete de familia regular, se me antoja, amén de extravagante y caprichoso, excesivamente precipitado. Intento entender a Érika, una mujer libre, sostenible y chulísima y que vota a Ada Colau. Se topa con el patinete de su vida, prende la llama del amor, la pasión inunda sus deseos, y se lleva el patinete a casa, sin preguntarle de donde viene, y peor todavía, sin que el patinete le haya asegurado que no pretende aprovecharse de ella para desaparecer después de haberla poseído.
Porque Érika, y eso lo debe saber el patinete, no es flor de un día. Faltaría más.
Urge que la ministra Montero lleve al próximo Consejo de Ministros la propuesta de reconocer oficialmente la objetofilia, y promover talleres y cursos especializados de tan respetable ocurrencia sexual. De no hacerlo, demostraría que no trata con igualdad a todas las mujeres. Y yo, de ser ella, que no lo soy, intentaría adquirir experiencia y mantener una breve relación de fin de semana con una segadora de césped, que según tengo entendido, son encantadoras cuando se sienten queridas y tratadas con respeto.
Para legislar, hay que conocer y experimentar al décimonono sexo.
O ella, o se obliga a la niñera, y a ver qué tal.