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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Desamor

Dar un golpe de Estado para, posteriormente, renunciar al golpe y escapar en el maletero de un coche de media gama, no es experiencia saludable

Es doloroso el desamor. Es imposible amar a todo y a todos, y de la misma manera, inaplicable el sentimiento de odio a todo y todos. Tiene que resultar agobiante y torturador. Para colmo, si el odiador y fracasado, odia y se recrea en sus fracasos en un lugar paradisíaco, los paisajes pueden aliviar el odio y la frustración. Pero si todos los sentimientos de la derrota y la cobardía se alimentan desde el tostón de una localidad belga, como Waterloo, el desamor hacia la humanidad tiene que ser insoportable. Y eso le ha sucedido y le está sucediendo a la fregona semoviente de Puigdemont.

Dar un golpe de Estado para, posteriormente, renunciar al golpe y escapar en el maletero de un coche de media gama, no es experiencia saludable. El duque de Demonshire enloqueció cuando se vio obligado a escapar en el maletero de su Morgan, conducido por su chófer Richard, de las iras de su amigo Jimmy Gibbons –de conocida familia filatélica–, cuando este sorprendió al duque mientras se elaboraba a la señora Gibbons en la esquina de una recoleta de rododendros. En el maletero de un Morgan, un hombre, ya sea de costado, en decúbito prono o en decúbito supino, se desencuaderna en pocos minutos. Para colmo, cuando Richard abrió el somero maletero para esconder a su duque, no reparó en el ingreso de una avispa despistada con la que tuvo el duque que compartir la huida durante los tres kilómetros de la fuga. Al abrir la maleta, ya a salvo, Richard, además de recomponer el desbarajuste óseo de Su Señoría, tuvo que transportarlo al hospital más cercano en un estado comatoso como consecuencia de los dieciséis aguijonazos avisperos que recibió durante el breve trayecto. En la camilla del hospital, el duque, que jamás había pronunciado una palabrota en su vida, gritó –¡Coño!– ( en inglés, claro), y expiró.

No le deseo semejante experiencia al paleto de Gerona. Pero le recomiendo sosiego. Se despedía de su cargo, por llamarlo de alguna manera, de presidente de «Junts», y arremetió contra todo lo que se movía y se figuraba. Contra España, el Rey, la Justicia, Llarena, los de ERC, el Supremo y el Constitucional. No se atrevió a meterse con su sucesora, la presidente del «Parlamentet», Laura Borrás, que le saca una cabeza y de un soplamocos le deja sin fregona. Pero en Cataluña ha creado confusión. Que los separatistas golpistas como Puigdemont odien a los separatistas golpistas de la banda de Junqueras tiene que causar desazón. Cuando la mentira y el aldeanismo se dividen, tanto la mentira como el aldeanismo crecen sin prudencia ni medida.

Para mí, que Puigdemont tenga una muy larga vida en Waterloo. No imagino peor condena. Contando chistes belgas, y recibiendo visitas y delegaciones de paletos, si bien han disminuido en los últimos meses. Le deseo, siempre que no cambie de domicilio, una larga y forajida existencia en «Villa Maleta». De no haber huido, ya estaría en libertad, indultado por Sánchez. Tendría a un golpe de mirada el azul de su Mediterráneo, el sol de España, y una oferta de mariscos menos ceñida que al consumo de mejillones. No espero, ni lo deseo, que Puigdemont sea extraditado a España. Ese modelo de delincuentes es muy pesado de sobrellevar. Que se quede en «Villa Maleta», y disfrute de un sereno atardecer. El sereno atardecer en Waterloo es aburridísimo, y melancólico, y con un clima atroz.

Hasta la Cataluña más cateta, burda y palurda se ha situado dando la espalda a Puigdemont. Se trata de un fracasado cobarde y ridículo que ha contagiado de fracaso y ridículo a la mentira y la aldea.

Se extinguirá de aburrimiento. Con la nacionalidad belga y despreciado por todos aquellos a los que traicionó, empezando por los suyos. A vivir que son dos días, aunque en Waterloo, dos días parezcan un trimestre.