El Gobierno bonito no sabe gestionar
El de Sánchez era el Gobierno bonito, el de las fotos, las subvenciones y los lemas marketinianos. El que España necesita es un Gobierno de ajuste fino, valor para coger al toro por los cuernos y destreza en la gestión
Los tiempos no acompañan. La covid primero, la invasión de Ucrania, después, han desbaratado todas las proyecciones y proyectos de los gestores de lo público y lo privado. Se enfrentan a un escenario con numerosas incógnitas y de evolución incierta que exige dedicación, habilidad, arrojo y pericia. Son virtudes que, a tenor de lo que vemos cada día, en la esfera de Gobierno escasean.
Este jueves se vota en el Congreso el decreto que marca un precio máximo para el gas en el mercado ibérico. Moncloa había pedido a los diputados un cheque en blanco, confianza ciega. Teresa Ribera llevaba semanas esperando a que la Comisión Europea aprobara su propuesta y lo ha hecho in extremis, sólo unas horas antes de que llegara al pleno. Podrá celebrarlo en la tribuna, pero los argumentos con los que le han dado el visto bueno son también un toque de atención en toda regla. La responsable de la política de competencia comunitaria recuerda a España que es una medida temporal y gradual que tiene como único fin aliviar la factura del consumidor hasta mayo del 23. Ese es el tiempo del que dispone nuestra vicepresidenta para reformar el mercado eléctrico. Después de verla poner un parche tras otro, en función de las urgencias, la duda es si sabrá hacerlo.
A Ribera la designaron para poner plazos de caducidad al diésel, publicitar el hidrógeno, diseñar impuestos verdes y, si me apuran, plantar árboles, no para negociar con las poderosas y correosas empresas eléctricas o para hacer cálculos sobre la evolución del críptico mercado mayorista. Tal vez fuera la persona adecuada para regir los asuntos del medioambiente en 2018, pero no para enfrentarse al panorama radicalmente distinto que nos ofrece 2022.
Hace cuatro años, las minorías que suman mayoría en el Parlamento, designaron a un Gobierno para dar cabida a los que no se sienten cómodos con el vigente marco legal, en el mejor de los casos. En el peor, para reventarlo con nocturnidad, alevosía y mendacidad desde dentro. Acabábamos de dejar atrás una gravísima crisis económica y el que menos se sentía rico y el que más pretendía que le pagaran las deudas. Satisfechas nuestras necesidades más básicas, como el sustento, era cuestión de colocar a una funcionaria europea al mando del ajuste progresivo y tranquilo de las cuentas, mientras el inquilino de la Moncloa se permitía el lujo de soñar con convertirse en el artífice de la segunda transición.
Cuatro años después, los ciudadanos ya no están en eso. La primera bofetada de realidad ha sido la pandemia. La segunda, Ucrania. La OCDE ha rebajado drásticamente la previsión de crecimiento de nuestro país. Estamos a las puertas de una pavorosa estanflación, posiblemente uno de los más endiablados escenarios macroeconómicos. En las próximas horas, hará lo propio el Banco Central Europeo. Entre tanto, en el Gobierno, enredados en el reparto de fondos europeos, siguen sin dar con la tecla para revertir el círculo vicioso en el que empezamos a adentrarnos. Andan en la cuerda floja, sabiendo que, más pronto que tarde, desde Bruselas pedirán cuentas de las reformas que les encomendaron hacer hace un año.
El de Sánchez era el Gobierno bonito, el de las fotos, las subvenciones y los lemas marketinianos. El que España necesita es un Gobierno de ajuste fino, valor para coger al toro por los cuernos y destreza en la gestión. Transmiten una sensación de parálisis e incapacidad que asusta a los votantes, por eso huyen de ellos. Los resultados de las elecciones en Andalucía lo pondrán en evidencia.