Fundado en 1910
Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

La legitimidad de los partidos políticos

Si se tratara de abrir el debate sobre la ilegalización de algunos partidos, las principales candidaturas parecen claras

En tiempo electoral se incrementan las descalificaciones entre los partidos políticos. También se resienten la verdad y la elegancia. Uno de los argumentos (valga la exageración) consiste en considerar que un partido no es democrático, aspira a destruir los derechos y, en definitiva, es ilegítimo.

La distinción entre legalidad y legitimidad es clásica en el devenir del pensamiento político occidental. Suele referirse a los sistemas políticos y a la acción de los gobiernos. La legalidad se refiere a la conformidad de algo con la ley. La legitimidad indica una valoración positiva desde el punto de vista de la justicia. Los clásicos distinguieron entre la legitimidad de origen y la de ejercicio. La primera se da cuando el Gobierno ha accedido al poder de manera legal, es decir, que no lo ha usurpado. La segunda se refiere al ejercicio justo del poder. Puede darse una sin la otra. Y puede no darse ninguna de las dos. El poder adquirido legítimamente puede ser ejercido ilegítimamente.

Esto puede referirse a los partidos políticos. El debate sobre su ilegitimidad puede ser problemático. ¿Cuáles lo son? ¿Quién lo decide? Se trata más bien de una cuestión moral, pero, precisamente por ello, ni relativa ni subjetiva. Esgrimida por unos partidos contra otros no puede ser otra cosa que una pretensión interesada de descalificación.

Queda el problema de la legalidad de los partidos, de la posibilidad de declarar a algunos ilegales. El Gobierno de Aznar consiguió aprobar la ilegalización del partido político etarra y no sucedió ningún cataclismo, sino que, por el contrario, mejoró la lucha legal contra el terrorismo. Aunque el criterio es discutido, parece razonable la ilegalización de un partido cuando se convierte en una organización para delinquir o se encuentra vinculado a ella. Por ejemplo, si se trata de una organización mafiosa o de un grupo terrorista. Aunque las ideas tienen consecuencias, no creo que haya ideas delincuentes, aunque sí ideas que promueven la delincuencia. Así la idea de que la violencia política sea un instrumento de la justicia puede y debe ser rechazada y criticada, pero no censurada ni prohibida. Pero si un partido político utiliza la violencia como arma política sí puede ser ilegalizado. Las ideas se combaten con otras ideas, no con la fuerza o la reducción al silencio.

En unas ocasiones se utiliza el término «antisistema» como un elogio y en otras como un reproche. En cualquier caso, tanto se va extendiendo el infrapensamiento de la izquierda radical que la rebeldía se está volviendo de derechas. La izquierda, derrotada en la economía, se volvió hacia la cultura. Gramsci fue su profeta en este sentido. La izquierda aspira a conseguir en el ámbito de la cultura lo que perdió en la economía. Y gran parte de la derecha no parece enterarse. El «sistema» es de izquierdas. El poder político depende del poder espiritual. Quien domina las conciencias adquiere el poder. No hay poder más fuerte que el espiritual. Se trata de imponerse en las costumbres, según Tocqueville, «los hábitos del corazón». La izquierda se ha vuelto emotivista. En otro tiempo apelaba a la razón. Hoy no se convence con argumentos sino con emociones. La retórica no es ya una parte de la lógica. La ilustración ha dejado de ser de izquierdas.

Si se tratara de abrir el debate sobre la ilegalización de algunos partidos, las principales candidaturas parecen claras: los partidos que defienden el terrorismo o que proceden de organizaciones terroristas, los partidos separatistas que rechazan el fundamento de la Constitución y los partidos comunistas y, en general, los totalitarios. Un partido único es un sinsentido gramatical y una aberración política. Puede haber libertad para los enemigos de la libertad, pero no para los que actúan para destruirla.