Lo más repugnante que he leído en tiempo
Relatar como si fuese una fiesta familiar el hecho de que un médico mate a una persona mayor enferma refleja una aterradora pérdida de humanidad
Aunque la prensa de papel está en caída libre y rumbo a su desaparición (esta vez sí), a veces sigo ojeando sus portadas, por motivos profesionales y por cierto apego romántico. En las ediciones del jueves había un titular que me llamó la atención. Aparecía en primera página de El País y decía así: «Empieza la sedación y ella no pierde la sonrisa». Como antetítulo: «Un médico narra la primera eutanasia que practicó».
Todos los que tenemos el hábito de leer nos topamos a veces con escritos que nos desagradan. Pero lamento decir que este es probablemente el texto más repugnante que he leído en tiempo. Con una lírica cursi y simplista y una capa de maquillaje eufemístico, se intenta presentar como un cuento de hadas y un hecho positivo algo que refleja el fracaso absoluto de una sociedad y que supone un terrible ejemplo de deshumanización: el relato de cómo un médico madrileño mata al amparo de la ley a una paciente, una enferma terminal de 86 años perfectamente lúcida.
El médico cuenta en primera persona que acude con dos enfermeros para acabar con la vida de la anciana, que ha solicitado el «procedimiento». Nos explica que llegan a su casa «convencidos de estar realizando un acto médico, movidos por el amor y el respeto a la libertad individual». En la jerga orwelliana del «progresismo» acabar con una persona ha pasado a llamarse «acto médico». El facultativo ejecutor del «procedimiento» nos cuenta que en la vivienda donde van a proceder a la muerte asistida impera «un ambiente casi festivo, como cuando esperas que salga la novia de la habitación el día de su boda». Están allí reunidos hijos y nietos. «Ella está espléndida, vestida con un pijama blanco y una bata de flores. Maquillada, perfumada, con un ramo de flores que le acaban de dar sus nietas».
El médico –¿médico?– también nos informa del estado de ánimo de la señora, que padece un cáncer de colon terminal: «Ella consuela a los que se acercan. Está preparada, fuerte, serena, y contradictoriamente parece llena de vida».
Si está fuerte y serena, si se nos dice que luce espléndida y llena de vida, ¿por qué tiene la sanidad pública que proceder a matarla? ¿No existen cuidados paliativos en España para que pueda sobrellevar su enfermedad hasta el final evitando padecimientos insufribles? Pues claro que existen. Pero lo que se nos inculca con énfasis desde el actual poder y sus aledaños es la subcultura de la muerte. La eutanasia se presenta como la opción «progresista». Representa la modernidad y los «derechos» frente a la opción conservadora de la vida y el cariño familiar (que es el asidero perenne de los enfermos y los desvalidos).
Se trata, una vez más, de cercenar cualquier sentido de lo trascendente. El ser humano solo es un simio un poco más espabilado que los demás. Entonces, ¿por qué no eliminarlo cuando deje de rendir satisfactoriamente, como hacen los veterinarios con las bestias heridas? Impera en la Europa próspera lo que el Papa llama con tanto acierto «la cultura de descarte». Los viejos y los enfermos terminales molestan. Esa corriente de pensamiento ha cristalizado en España con la aprobación de una ley que permite que los médicos de la Seguridad Social maten a los descartables, si así lo solicitan.
El médico acaba detallando en el periódico cómo llevó a cabo el «procedimiento», tratando de que fuese «fluido». Cuenta cómo coloca en los brazos de la anciana los viales por donde circulan las drogas que la matarán. Ese momento final nos lo narra con una lírica penosa y zafia: «La habitación es blanca, su pijama blanco, el propofol también es blanco y por el ventanal entra la luz de la mañana tamizada por toldos blancos».
Todos seremos viejos, si tenemos la suerte de llegar allá, y padeceremos enfermedades, algunas graves y la última de ellas, mortal. Como toda la gente de mi edad, todavía pude ver como espectador el final de la aldea ancestral, la de los viejos valores de siempre, donde los ancianos eran sagrados para la familia y atendidos con primor. Recurrir a un médico para proponerle que practicase el suicidio de uno de ellos se habría visto como una locura absoluta.
Nosotros ya no tendremos tanta suerte. Si no logramos darle la vuelta a esta espantosa corriente eutanásica, cuando lleguen nuestros achaques, que llegarán, se nos animará a pedir el «propofol» blanco en la habitación blanca llena de luz de la mañana. En lugar de animarnos a vivir, tal vez nuestros entornos nos exhorten a quitarnos del medio, a dejar de molestar, en la línea de pensamiento que promueve el periódico socialista y del Ibex con su tenaz campaña a favor de la eutanasia. Por fortuna esa práctica inhumana solo se permite en siete países del mundo (y por desgracia uno de ellos es España, por obra del presidente Sánchez).
El instinto natural de las personas es aferrarse a la vida hasta el final. Una y otra vez, los médicos de los servicios paliativos cuentan que sus pacientes quieren vivir, que resulta extrañísimo el caso contrario. La Iglesia española lo explica claro: «Nadie quiere morirse, sino que le ayuden en el camino, no sufrir dolor». Nadie defiende el ensañamiento terapéutico. Todo lo contrario, la Iglesia admite la sedación terminal. Pero en lugar de promover los cuidados paliativos, el Gobierno ha optado por fomentar que se pueda dar un rápido pasaporte al enfermo (sea terminal o no, pues basta con declarar «sufrimiento insoportable» para poder acceder a la eutanasia en nuestra sanidad pública).
Disculpen que concluya con una nota personal. Mi padre tuvo unas semanas finales duras, con una operación de corazón que no funcionó y días muy malos. Pero siempre atesoraré como un recuerdo extraordinario la tarde del día en que se murió, cuando estuvimos charlando en su habitación del hospital, riéndonos a ratos, fascinándonos con su capacidad de acertar las respuestas de un concurso que estaban dando en la tele, charlando de naderías… Si en lugar de aceptar el curso natural de las cosas lo hubiésemos animado a la eutanasia, el amargor por aquella decisión nos habría perseguido para siempre.
El corazón de Europa se está averiando. Cuanto más bárbaros somos más «progresistas» nos creemos.