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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Armarios

Esa exaltación de lo «gay», esa representación multicolor del orgullo nada orgulloso, me hace dudar mucho de su conveniencia

Me ha sorprendido la importancia que le ha concedido una parte de la prensa presumiblemente más sensata a la salida de los armarios de políticos, cantantes, actrices, actores, folclóricas y empresarios. ¿Nos importa realmente a los españoles lo que estos respetables personajes hagan en sus camas? A mí, personalmente, nada. Es más, les deseo lo mejor, pero sin medallas. No es motivo de noticia, y aún menos de heroicidad. Heroicidad, la de Luis Escobar cuando fue peguntado por un periodista si tenía previsto asistir a un regocijo de la Semana Gay en Madrid. –«¡No, no, qué atrocidad, bajo ningún concepto. Yo no soy gay, soy marica de los de toda la vida!».

En los países islamistas, la homosexualidad se castiga con la muerte en la horca o la lapidación si se trata de mujeres. En la siempre loada Revolución de Cuba, el Che Guevara ejecutaba con su pistola de un disparo en la sien a los homosexuales. Resulta asombroso ver cómo muchos de ellos, que no conocieron al Che ni vivían cuando Cuba se convirtió en un escombro comunista, llevan orgullosos y felices su imagen estampada en las camisetas. Y en las sociedades occidentales avanzadas, la homosexualidad se acepta con toda naturalidad. Y la naturalidad no se lleva bien con la obligatoriedad de una celebración ni con la sobreactuación en las calles. Nadie celebra la heterosexualidad. Como nadie considera importante tener rizos, ser moreno, ser rubio o quedarse calvo. -¿Cuándo perdió usted el pelo? -; -No lo recuerdo-; -¿Y cuándo salió del armario?

-Eso sí, estaba con Narcís Serra y me dijo ¡pues qué bien!-. Lo ha manifestado Iceta, el ministro polvorilla.

Ignoro el porcentaje de homosexuales en España. No creo que alcance un diez por ciento. En algunos sectores llega al noventa por ciento, pero en otros apenas están representados. Imponen sus símbolos a la gran mayoría, que los respeta pero no comparte sus gustos. No creo en la adopción de niños por parejas homosexuales. Y no lo creo por la empanada mental y el complejo que esos niños van a experimentar en la vida cotidiana de sus colegios y amigos. Un niño o una niña se tienen que sentir extraños si sus padres se llaman Gerardo y Manolo, de igual modo que siendo hijos de Vanessa y Anabel. Resulta hipócrita negar esa descomposición de la ética y la estética, de la normalidad, en la educación de esos hijos. La obsesión por celebrar, por mostrar, por exagerar una armonía en lo que no es celebrable, se me antoja una impostura que no puede exigirse a quienes tales celebraciones les incomodan por necias y exageradas. Y entre los incomodados, entre los avergonzados hay muchos homosexuales que llevan sus inclinaciones con la misma discreción y silencio que los heterosexuales, que no tenemos que salir de los armarios para considerarnos diferentes, ni mejores, ni peores, ni una cosa, ni la otra.

Esa exaltación de lo «gay», esa representación multicolor del orgullo nada orgulloso, me hace dudar mucho de su conveniencia.

Despertamos, trabajamos, amamos, aborrecemos, formamos familias, creemos o no creemos, y al final, nos morimos. Pero no podemos pasar nuestra vida dando tumbos y obligando a los demás a celebrar lo que nos importa un bledo. Que cada uno haga, si no perjudica a niños y menores, lo que quiera con sus sexos – vamos por 23–, en privado. Pero sin mostrarnos lo que hacen. Nosotros nos comportamos con más cortesía y educación, creo yo. Y ese «creo yo» para mí es fundamental, porque al fin y al cabo, soy yo el que firmo este artículo.