Franela blanca
El que ha ganado Wimbledon se convierte en un tenista intocable, porque ha alcanzado la gloria completa
Ignacio Peyró, excelente escritor liberal mal colocado –ahora escribe en el boletín oficial dirigido por la comisaria política Pepa Bueno–, publicó años atrás una formidable guía del Reino Unido, Pompa y Circunstancia, con un breve prólogo de Lord Tristan Garel-Jones, que resume en pocas líneas el espíritu británico. «El Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte es una auténtica mina de sorpresas para quienes quieran entender este extraño país que no tiene Constitución, cuyo Consejo de Ministros es, formalmente, una mera subcomisión del Consejo Privado de Su Majestad, y cuyo deporte nacional, el cricket, consiste en partidos que duran cinco días –con descansos para tomar el té–, y casi siempre acaban en empate». Hay pocos fallos, pero uno clamoroso. Se olvida de los caramelos de goma rebozados de azúcar, los Rowntree`Fruit Gums, que llevan más de un siglo invariablemente insuperables. Pero gracias a Peyró he sabido que en Wimbledon, con su obligada uniformidad de franela blanca, compitió el Rey Jorge VI, si bien no nos aporta el resultado de su partido, lo que da a entender que fue derrotado a las primeras de cambio, como a mí me sucedía año tras año, también trasladando mi agilidad felina bajo unos pantalones largos de franela blanca, en el Campeonato Social del Real Club de Tenis de San Sebastián, el Wimbledon –sobre tierra batida–, guipuzcoano, en el que jamás conseguí superar la primera ronda. Ni en individuales ni en dobles ni en mixtos. Mi compañera de mixtos fue Esperanza Aguirre y fuimos derrotados por la pareja compuesta por don Asís Alonso, que había superado los 70 años, y la condesa de Gomar, octogenaria, muy severa consigo misma cuando cometía doble falta en su saque, que desahogaba con un ¡mérde! perfeccionado en Biarritz.
Wimbledon es la cumbre de la tradición del tenis. El más antiguo Grand Slam y el único que ha vencido a la dictadura de las marcas deportivas. Es obligatorio jugar de blanco, y su público, el más entendido y educado del mundo. Tengo escrito que en los asientos a la izquierda del Palco Real y de Autoridades de la Pista Central se reservan todos los años una veintena de sitios para socios fallecidos del All England Tennis & Croquet Club, a los que se les permite resucitar durante la celebración del campeonato y que conforman el grupo más entusiasta y aplaudidor del impresionante escenario. Entre partido y partido, se consumen toneladas de fresas con nata y, como escribe Peyró, se beben hectolitros de Pimm´s.
Wimbledon tiene otra característica única. La entrega de los trofeos –una gran copa de vermeill para los hombres y un plato de plata para las mujeres–, por parte del duque de Kent, su única obligación institucional en el año. Su Alteza sale a la cancha y pasa revista a los recogepelotas, se detiene para comentar algo jocoso ante un negrito, un pelirrojo pecoso y una niña, entrega el trofeo, y de vuelta a su casa le comenta en el coche a su secretario, Sir James Stevenson-Parva: «James, llame a Callaghan y que me tenga preparado un baño muy caliente. Lo de este año ha resultado agotador».
Me enamoré del Torneo de Wimbledon cuando, en retransmisión en blanco y negro, lo ganó por primera vez un español. Manolo Santana, el gran madrileño. Lo hizo con el escudo del Real Madrid sobre su tetilla izquierda. Y derrotó en tres sets a un gran tenista, el norteamericano Dennis Ralston. Quien contemple hoy en día esas imágenes, se sorprenderá al ver que no existían los asientos para que descansen los jugadores cuando cambian de pista. Se agarraban para descansar a la silla del árbitro, y así aguantaban aunque el partido se prolongara hasta el quinto set. Otros tres españoles han cumplido la proeza del triunfo individual. Rafael Nadal en dos ocasiones después de perder dos finales contra Federer. Y le ganó a la tercera. Repitió triunfo contra Berdych. Conchita Martínez fue la primera vencedora en el torneo femenino, sacando de la pista a la casi invencible Navratilova, y Garbiñe Muguruza le dio una paliza a Venus Williams, un año después de ganarle el Rolland Garros a su hermana Serena, el tanque del Bronx. El que ha ganado Wimbledon se convierte en un tenista intocable, porque ha alcanzado la gloria completa.
Wimbledon siempre simultanea el sol con la lluvia, y el verde de su césped en los primeros días es asombroso. Sólo superado por el de las Universidades de Oxford y Cambridge. El millonario americano Rockefeller, amante de los jardines, quedó impresionado por el césped de Cambridge. Y le preguntó a un jardinero que lo estaba regando por el secreto de su perfección. «Muy sencillo, señor. Se riega, se corta, se riega, se corta y así durante 500 años».
Hemos llegado a Wimbledon con muy buenos representantes españoles. Uniformidad blanca para todos, fresas con nata, Pimm´s, corrección, entendimiento, belleza, muertos resucitados entre el público y el duque de Kent. Quince días para disfrutar del prodigio de la tradición y el buen gusto. Cumplidas las dos finales, Su Alteza, agotado por su deber institucional, le comentará en el coche a su secretario Sir James Stevenson-Parva: «James, llama a Callaghan, que me prepare un baño muy caliente, que lo de este año ha sido demasiado».
Wimbledon.