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Cosas que pasanAlfonso Ussía

Edificios

Al contemplar por primera vez la grandeza austera del Monasterio, el Príncipe Carlos le comentó a su ayudante militar: «Sabía que El Escorial era impresionante, pero no tanto»

De vuelta de Atenas, donde había pasado su viaje de novios, un carmoniego se reunió con los componentes de su cuadrilla. El carmoniego se había casado con una estupenda lebaniega en pleno estado de inocencia. Inocencia de él. No había conocido mujer. Sus amigos estaban más interesados en que les narrara su primera experiencia conyugal que en sus impresiones sobre la ciudad griega. En el asunto principal fue escueto: «No sabía que las mujeres lo tuvieran tan escondidísimu». Y Atenas no le convenció. «Es una ciudad bulliciosa, mucha gente, muchos coches, circulación caótica, apenas hay taxis, y está muy mal diseñada. Lo más bonito, el edificio sin terminar». Se refería al Partenón.

Miguel Mihura y Antonio de Lara «Tono» se habían quedado sin dinero. Eran dos genios del teatro y del humor. Jardiel Poncela, no obstante, decía que las cosas graciosas de Mihura eran suyas, y así se lo escribió: «Miguel, cada vez que se me ocurre algo divertido, me lo fusilas en tu siguiente comedia. Y en esta vida todo tiene un límite, hasta la provincia de Badajoz». Mihura y Tono alquilaron una habitación en el Hotel Victoria del Escorial para escribir su nueva obra, la que les iba a sacar de los apuros económicos que se les avecinaban. La habitación tenía un balcón que daba al Monasterio. Mientras Mihura se estiraba en espera del desayuno, Tono abrió las ventanas y salió al balcón. «Miguel, vaya pedazo de edificio hay aquí». Les divirtió la broma. Miguel se levantó de la cama y corroboró la impresión de Tono: «No he visto un edificio igual en toda mi vida». «Hay que tenerlos muy bien puestos para levantar en un pueblo un edificio como éste». El caso es que a los siete días no habían escrito ni la primera escena del primer acto, y se volvieron a Madrid. «Una lástima que no se nos haya ocurrido nada», comentó Mihura. «Pero ha merecido la pena nuestra estancia en El Escorial. ¡Qué edificio!».

Debo recordar, como experiencia personal, la reacción del Príncipe de Gales cuando acudió en representación de su madre, la Reina Isabel II, al funeral por el alma de Don Juan De Borbón que se celebró en la basílica del Monasterio. Un recuerdo agradable y otro muy desagradable. Al ser un funeral de Estado, había invitados infecciosos, contraproducentes. A dos metros a la izquierda del lugar que me correspondió estaban Javier Arzallus e Iñaqui Anasagasti, el de la ensaimada capilar. Y el agradable. Al contemplar por primera vez la grandeza austera del Monasterio, el Príncipe Carlos le comentó a su ayudante militar: «Sabía que El Escorial era impresionante, pero no tanto». De nuevo, «el edificio».

Recibió el Rey al presidente de los Estados Unidos, tres días atrás, en el Palacio Real de Madrid. Decía Alfonso XIII que, a su lado, el Palacio de Buckingham era un palacete meritorio. Y Biden quedó impresionado, contemplando desde la Plaza de la Armería el Palacio Real. «No he visto en mi vida un edificio tan grandioso», le comentó al Rey, felicitándolo. «Y lo que habrá dentro». Lo comprobó.

Está claro que nuestros «edificios» impresionan en el mundo. Y para colmo, los hemos terminado, no como el Partenón que tanto decepcionó al carmoniego, tan dejado, sin acabar. Y cuando escribo, esta noche la cena a los mandatarios de los Estados miembros de la OTAN se celebra en el Museo del Prado. Eso, la capital de un reino. Y no señalo a nadie, que se enfadan los partidarios de Gaudí.