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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

La Olimpiada Gay de cada año

Algunas observaciones políticamente incorrectas sobre el fervor arcoíris que tanto nos entusiasma

El Stonewall Inn, situado en el bohemio Greewinch Village de Manhattan, era en 1969 un tugurio propiedad de la mafia genovesa, que había reconvertido un antiguo restaurante en un club de ambiente homosexual. Se trataba de un antro pintado de negro, de mínima luz, con baños astrosos y una acusada falta de higiene. Pero ofrecía como aliciente su tolerancia sexual, dos pequeñas pistas de baile y alcohol a buen precio. Su clientela era casi totalmente masculina, con abundancia de travestis, y pronto se convirtió en un bar gay señero en Nueva York. Cada semana, sus propietarios pagaban a la policía un soborno llamado la «gayola» y operaban sin problemas, a pesar de las leyes restrictivas de la homosexualidad que imperaban. Pero a la una y veinte de la madrugada del sábado 28 de junio se produjo una gran redada en el local, con 13 detenidos. La comunidad gay del barrio estalló y durante seis días se produjeron protestas y algaradas violentas con la policía. En aquella semana, los homosexuales de la zona desafiaron las convenciones y salieron a la calle expresando su afecto en público, de la mano, o con abrazos y besos, algo prohibido hasta entonces.

Dos años después, en el aniversario de aquel 28 de junio, comenzaron las llamadas «marchas del orgullo gay» en Nueva York, Chicago, Los Ángeles y San Francisco. Han pasado más de cincuenta años desde aquello y en realidad los homosexuales ya no tienen mayor problema en los países occidentales, donde sus derechos están perfectamente reconocidos. Pero curiosamente es ahora, cuando el problema casi ha desparecido, cuando más énfasis se hace en el asunto. Se debe simple y llanamente a que la izquierda, anémica de ideas y causas, ha enarbolado la bandera arcoíris para ocultar su carencia de propuestas para los graves desafíos que padece la gente del común, en especial las familias, columna vertebral de las sociedades. Incapaz de ofrecer soluciones a las capas anchas del cuerpo social, el «progresismo» ha pasado a abrazar el victimismo de las minorías.

Los ecos de las protestas de Stonewall llegaron a España con ocho años de retraso. En 1977 se produjo una pequeña marcha en Barcelona y al año siguiente, otra en Madrid. Pero es ya en el siglo XXI cuando de repente nuestro país entra en una sorprendente efervescencia gay. Por motivos políticos, algunas autoridades engalanan los edificios públicos con la enseña arcoíris (lo cual está prohibido, pues por ley solo pueden enarbolarse en las fachadas banderas oficiales). Personajes más heterosexuales que una canción de El Fary lucen ahora abalorios arcoíris para quedar bien. RTVE dedica más información a lo que llama «el Orgullo» que a la escalada de los precios que machaca a las familias. Madrid acoge cada año una especie de sanfermines de género, las llamadas «Fiestas del Orgullo», una olimpiada gay que deja el barrio de Chueca y aledaños llenos de basura y aturdidos por el ruido, con un barullo ambiental de corte bastante cutrangas (que en realidad desagrada a muchos homosexuales, quienes creen que nada tiene que ver su orientación sexual con las plataformas, las plumas y el kitsch casposo).

Como ahora gay equivale a guay, las autoridades –gobiernos del PP incluidos– inflan las cifras de asistentes y se afirma por sistema que «el Orgullo traerá a Madrid dos millones de visitantes». Es una exageración risible. Madrid capital tiene 3,2 millones de habitantes y en toda la comunidad hay 157.000 plazas de hotel. Si tuviésemos que acoger en un fin de semana a esos dos millones de personas seria necesario crear un inmenso campo de tiendas de campaña en algún secarral y organizar servicios especiales de transporte. Probablemente no vengan ni 200.000.

Me parece muy bien que se respete a los homosexuales, solo faltaría. Desde muy niño vi a compañeros que claramente tenían esa orientación y soy consciente de lo mal que lo pasaban por las burlas. Era inaceptable. Pero también considero que con esto del Orgullo Gay se ha pasado de lo sublime a lo ridículo. No veo grandeza ni ejemplo social positivo alguno en el festival de hedonismo chabacano de Chueca. Me parece absurdo este énfasis desatado en la reivindicación gay en un país que ostenta el récord de paro juvenil de la UE (¿por qué no un «Orgullo Juvenil» para reivindicar sus problemas?); un país que tiene a dos millones de abuelos viviendo solos como ratas (¿por qué no el «Orgullo Anciano»?), que presenta unas cifras de natalidad de pánico, que comprometen el propio futuro del país, y tiene a las familias tradicionales y mayoritarias –las de padre, madre e hijos– acogotadas por una inflación que acaba de superar el 10 % y totalmente desatendidas por un Gobierno «progresista» obsesionado con la bandera gay (¿por qué no celebramos también un «Orgullo Heterosexual» para todos ellos?).

Ya sé que este no es el tipo de comentario que recomienda la corrección política. Pero cuando el poder y sus medios intentan someternos a un pensamiento oficial como si fuésemos borregos, el lujo de decir lo que piensas se apellida libertad. Y cada vez está más cara.