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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Irene Montero, musa en Tiffany’s

Aunque lo hagan otros y Pedrito Sánchez se comporte a diario con los recursos públicos como Jesús Gil metido en el jacuzzi con Imperioso, ella, ello y elle presumía de ser distinta

He vencido la tentación de opinar apresuradamente sobre el viaje a Estados Unidos de Irene Montero y sus colaboradoras, obligándome a cierta contención por una extraña paradoja: tengo claro que la ministra de Igualdad es una nulidad sectaria con aficiones de Audrey Hepburn en Tiffany’s; pero también que se gasta con ella una crueldad que se ahorran tantos en otros casos similares.

No es la primera y no será la última que se pega un viaje por la patilla a un destino incompatible con su discurso anticapitalista, pero siempre parece que todo lo que hacen ella o Pablo Iglesias es excepcional y sin precedentes.

Ahí tienen el caso de Pedro Sánchez, de largo el usuario que más tira de Falcon para pegarse él solo la vida de la cuadrilla entera de Resacón en Las Vegas, hasta el punto de que corre como la pólvora la leyenda de que siempre ocupa cuatro asientos en cada vuelo: uno para su persona presidencial, otro para su doble como secretario general con opiniones distintas, uno más para su injustificado pero rotundo ego y el último para el hocico, que desafía en tamaño ya al de un oso hormiguero.

No quería dejarme llevar yo por ese cierto aroma a machismo que Pablo Pombo, fino observador de la actualidad disfrazado de mosquita muerta, me advirtió sobre el caso: lo de insistir en la cuchipandi que acompaña a nuestra Simone de Beauvoir de extrarradio tiene un tufo que no se destila con los beneficiarios de otros 107 vuelos en el Falcon realizados desde el Gobierno, tal vez a modo de ensayo de una huida que antes o después protagonizarán para sortear el riesgo de ser corridos a boinazos.

Pero ha pasado casi una semana desde que nuestra Phileas Fogg inclusiva marchara a la cuna del neoliberalismo, como toda hija de Castro o Maduro, y no hemos visto asomo de aclaración y, mucho menos, de rectificación: le hubiera bastado con decir que una ministra viaja así, y que lamenta mucho haber sido idiota hasta hace cinco minutos por no haberlo aprendido antes.

Era fácil, Irene: bastaba con reconocer que, al criticar otros viajes y otras casas como la de Galapagar, eras idiota y ya se te ha pasado

Les pasó igual con Galapagar, el chalet de la pareja convertido en mausoleo funerario de Podemos: el problema no fue tanto mudarse a una mansión en el epicentro del supuesto urbanismo salvaje del aguirrismo cuanto no decir, con carita compungida, que fueron bobos nivel Colau al criticarle a Luis de Guindos una inversión inmobiliaria similar en el centro de Madrid.

Podría sacarse punta de la presencia de Isa Serra en la expedición; del derroche contaminante en queroseno -como se entere Greta Thunberg, tenemos problemita, Irene-; de la inconveniencia de hacerse selfies en la Quinta Avenida con dinero ajeno y jeta propia; o de la estupidez derrochona de cruzar el Atlántico para reunirse con otras pánfilas que creen, pero en inglés, que el feminismo es organizar talleres para pintarse el toto o decir «todes» sin la atenuante de haber recibido primero una pedrada gorda en la cabeza.

Pero prescindiendo de todas esas circunstancias, queda el argumento definitivo que decanta la balanza en contra de «Las chicas de oro»: esa hipocresía que, según Molière, es el colmo de todas las maldades.

Porque aunque lo hagan otros y Pedrito Sánchez se comporte a diario como Jesús Gil metido en el jacuzzi con Imperioso, ella, ello y elle presumía de ser distinta. Y ha tenido la jeta de pegarse una excursión a Washington con el dinero confiscado a un pobre transportista que ya no tiene para comer pero paga el desayuno con diamantes de tanta pija insaciable.