Fundado en 1910
El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Memoria histórica

¿Con qué criterio fechar los abusos sufridos por un ciudadano a manos de una dictadura?

«Si queda alguien sin reconocer, víctima en los primeros años de la Transición, no pasa nada por que se mire, por que se estudie»: tal sería el objeto de la nueva ley de «memoria histórica». Las obviedades suelen ser engañosas. Sobre todo, cuando hablan de política, cuando fingen arrebatos sentimentales. José Luis Rodríguez Zapatero es maestro en eso: ni racionalidad ni lógica; una mente de infante que esgrime sólo emociones. Y su «no pasa nada» lo dice todo de este drama nuestro: dice el cociente mental del asesor de Maduro, dice la aberración jurídica como normalidad hablante.

Tzvetan Todorov abre su opúsculo sobre Los abusos de la memoria con esta reflexión de Jacques Le Goff: «La memoria busca salvar el pasado tan sólo para servir al presente y al porvenir. Hagamos en modo que la memoria colectiva esté al servicio de la liberación de los hombres y no de su servidumbre». Hablemos de verdad, no de emociones. Todo aquel que haya abordado la tarea de escribir unas memorias –yo acabo de entregar a mi editor las mías–, si no juega a engañarse, sabe que es la herida del presente la que fuerza a evocar cicatrices lejanas. No hay pasado que un hombre no reconstruya a la medida de su actual deseo. La primordial tragedia humana es esta que San Agustín formula, con precisión tan bella cuanto acerada. Todo es presente: «presente de las cosas pasadas (memoria), presente de las cosas presentes (visión) y presente de las cosas futuras (expectación)». Cuando hablamos de lo pasado y lo futuro, hacemos fábula: grata o triste. La memoria no es verdadera ni falsa; es afecto recuperado. Y ese afecto nos es precioso por ser íntimo. De aquello que lo conmovió, un hombre no habla nunca. Cernuda: «Pero, como el amor, / debe el dolor ser mudo».

Toda dictadura se sostiene sobre un abuso de poder. La tripartición de los poderes del Estado busca atenuar eso: reparar los daños causados por un régimen despótico, y aliviar el desgarro social sobre el que su blindaje se asentaba. Distintos países, en la Europa del siglo XX, hubieron de afrontar esa áspera tarea de mirarse en el espejo: la Alemania o la Italia de después de la II ª Guerra Mundial, por supuesto; pero también la Francia al borde del conflicto civil durante la guerra de Argelia; y, en sus formas más extremas, las dictaduras bajo control soviético que, a partir de 1989, hubieron de enfrentarse a la seca constancia de sus archivos policiales.

¿Qué debiéramos haber aprendido de ese tiempo de leyendas que acunó nuestro siglo? Ante todo: que es a los historiadores –y no a los memorialistas– a quienes corresponde rastrear la verdad de los hechos. Que, en ese rastreo, el historiador ha de trabajar sobre un cúmulo de datos. Que los recuerdos de quienes los vivieron –y los sufrieron– son materia prima en el endiablado puzle. Y que su utilidad está ligada a la capacidad de articularlos con el material de archivo que los objetiva. Y que hace de ellos historia, en la medida en que los depura de sentimentalidad.

Pero el uso de un archivo debe ser acotado. ¿Con qué criterio fechar los abusos sufridos por un ciudadano a manos de una dictadura? Sólo hay uno verosímil: el del período durante el cual la juridicidad garantista no haya estado en ejercicio. Lo que es lo mismo: el de los años durante los cuales un país haya sido exento de Constitución. Si hablamos de la España contemporánea, ese lapso se extiende desde 1936 hasta 1978. Cualquier posterior violación de un derecho ciudadano dispone de los recursos normales de la administración de justicia para ser reparada. Aplicar criterio de dictadura a la España posterior a la promulgación constitucional de 1978, para llegar hasta 1983, no es la «nadería» pueril que Zapatero esgrime. Es vaciar a la Constitución de contenido.