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PERRO COME PERROAntonio R. Naranjo

El estado del Estado

Sánchez no cree en la democracia, que solo le sirve cuando le obedece. El estado del Estado, al que le cuesta llamar España, está a su altura ya

Para Pedro Sánchez la democracia es un engorro, que solo tiene sentido cuando le beneficia: ganó las Primarias en el PSOE prometiéndole a los cuatro catetos que aún militaban en el partido y se creyeron sus soflamas que, en adelante, les consultaría hasta el color de su corbata: nunca más volvió a preguntarles si les parecía bien gobernar con Podemos, indultar a Junqueras o meterse en el catre con Otegi, en todos los casos con un cargamento de vaselina y otro de colutorio para dialogar muy fuerte.

Su desprecio a la democracia incluye otros momentos estelares que, juntos, componen un retrato del personaje como de Mister Scrooge del Estado de Derecho: confinó ilegalmente a 47 millones de personas y, cuando se lo dijo el Tribunal Constitucional, su respuesta ha sido asaltar el Tribunal Constitucional como un pirata del Caribe.

Nombró Fiscal General a su ministra de Justicia, que es como si Florentino Pérez designara a Butragueño para arbitrar la final del Real Madrid contra cualquiera, con la diferencia de que nosotros siempre ganamos y Pedro siempre perdería sin esas trampas.

Arrasó con la Abogacía del Estado y, como los orcos en el abismo de Helms de la novela de Tolkien, movilizó a sus tropas para maniatar al Tribunal Supremo, al Consejo de Transparencia, a RTVE, al INE, al CIS, al CNI, a Indra y hasta a Correos, donde puso a un amiguete que no sabe ni pegar sellos.

Con esa mochila prestada por Maduro, el atlantista a tiempo parcial ha tardado cuatro años en convocar el debate del Estado de la Nación, y lo ha hecho porque su rival y próximo presidente, Alberto Núñez Feijóo, no puede replicarle y porque así esconde un poco el aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco: para Sánchez la democracia consiste en preguntarle solo a los que le apoyan; si eso no está garantizado prefiere impulsar un estado de alarma.

Su cháchara pomposa, propia de quien tiene intenciones siniestras según Huxley, intenta ahora presentar España como un país de oportunidades y esperanzas en el que la pandemia, la guerra y la crisis serían aún peores con otro capitán en el barco, aunque mientras habla se le ponga cara del tripulante menos noble de la nave, de pelaje gris y similares movimientos a los suyos en todo.

La Nación, diga lo que diga Sánchez, es con él un mero Estado, en la terminología de sus socios, que sacrifica su economía, su identidad, su historia y sus esperanzas a las necesidades mundanas, todas deplorables, de su mayor enemigo, sorprendentemente instalado en la cúpula del Gobierno.

Si era una anomalía democrática que no se celebrara un debate del Estado de la Nación desde que Pedro asaltara el castillo con Iglesias, Junqueras y Otegi, qué podemos decir al ver que, cuando al fin se celebra, aparece por ahí el mayor enemigo de España, disfrazado de presidente pero con un aspecto sorprendentemente parecido al de un roedor con ínfulas.