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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Este día en que ya no estás

La vida –la vida libre, sobre todo– tiene un precio. Pepo lo pagó en la madrugada del día 12 julio

Saltas al tren. Te has olvidado de coger todo lo que cabe en la mínima mochila. No te importa. Has metido un libro con los poemas de Eliot. Lo demás sobra. Madrid-Zaragoza: apenas hora y media. Lo que media entre la vida y la muerte. Nada. José Luis Rodríguez García ha muerto. No he escrito una sola línea, en los últimos cincuenta y tres años, que no haya sido en diálogo con él, en discusión a veces, siempre entre carcajadas. Hace cuatro años, en la distancia acogedora de la Universidad de Nottingham, me sorprendió que los jóvenes alumnos ingleses apreciaran con tanta limpieza hasta qué punto, entre lo escrito por José Luis Rodríguez y lo que yo escribí, fluía un mundo subterráneo que ellos adivinaban el mismo. El profesor Vidal Bouzón sabe que no fantaseo ahora al recordar aquel encuentro.

Saltas al tren. No necesitas abrir el libro. Los versos de Eliot han comenzado a devorarte el alma, en el instante mismo en que el zumbido del teléfono te sacudió en el estudio de esRadio y supiste, antes de que pudieras siquiera responder, lo que iban a decirte: «Ha muerto esta madrugada». Y la espiral de los versos de Eliot gira. No se ha detenido aún. No va a detenerse: «Porque no tengo esperanza de volver. / Porque no tengo esperanza. / Porque no tengo esperanza de volver».

Atravieso Zaragoza en taxi. Me doy, de pronto, cuenta de que ninguna ciudad he visitado en el último medio siglo tantas veces como ésta. Y que no sé nada de ella. Me perdería en cualquier esquina. Pero, en cualquier esquina, reconocería las palabras que en ese preciso lugar crucé alguna vez con Pepo: porque el sabio catedrático de filosofía en la Universidad zaragozana, el poeta delicadísimo, el descarnado narrador, el filósofo de gravedad innegociable, será para los otros José Luis Rodríguez García. Para mí es Pepo, desde aquel primer otoño de 1969 en la Complutense, en el cual nos juramos no conceder un instante de tregua a la pléyade de los estúpidos. Un puro azar hizo que él fuera catedrático en Zaragoza y yo en la Complutense. También en eso fuimos intercambiables. Y puede que nuestro mayor lujo haya sido el de poseer el mundo sólo como aquello alrededor de lo cual poner palabras.

¿Cuándo supimos que esa apuesta era irreversible? Quizá en la primavera del 72, a la entrada del bar de la Facultad. Un policía político («sociales», los llamábamos entonces) debió ponerse nervioso por algo. Dos disparos de pistola sonaron muy cerca. Y lascas de escayola cayeron sobre nuestras cabezas. Escapamos de allí como bien pudimos. Y ya lejos: «Oye, la incompetencia de ese tipo nos acaba de regalar una segunda vida». «Pues vamos a vivirla como nos dé la gana». Eso hicimos. Hasta ayer, los dos. Me queda ahora la difícil tarea de seguir haciéndolo solo y en su nombre. Después de sus versos de despedida: «Yo, quien tan sólo aspiro / a escribir un penúltimo poema». Fue el último.

Pepo tuvo todos los reconocimiento literarios imaginables. Aunque a mí, naturalmente, me parezcan insuficientes: todo es insuficiente para dar razón de un talento como el suyo. Y aquel nuestro «hacer lo que nos diera la gana» fue cumplido. Nos dio la gana de leer más libros que nadie, nos dio la gana de ver más pelis que nadie, de oír más rock and roll que nadie, de devorar la noche como pocos la han devorado… Y de desbarrar, de desbarrar como monarcas desterrados. Y de rendir, como no ha rendido nadie, un culto sagrado –y puede que supersticioso– a la inteligencia: lo único de verdad bello, lo único por lo cual valen la pena todos los excesos. ¿Lo demás…? No hay demás.

La vida –la vida libre, sobre todo– tiene un precio. Pepo lo pagó en la madrugada del día 12 julio. Yo quedo aquí para seguir pagándola. Por los dos. «Porque no tengo esperanza de volver. / Porque no tengo esperanza. / Porque no tengo esperanza de volver». Y el libro de Eliot sigue intacto en mi irrisoria mochila.