Historia y memoria
Suplantar la memoria, más aún: imponerla, es un atentado contra la realidad y la lógica
Mi viejo y admirado amigo Gabriel Albiac, con quien tanto quiero, citaba hace días una reflexión de Jacques Le Goff: «La memoria busca salvar el pasado tan sólo para servir al presente y al porvenir». Gustavo Bueno dejó escrito: «La tarea del historiador no consistirá tanto en recuperar la memoria histórica tal cual sino en demoler la memoria deformada». Hay una línea llana, al menos en estas citas, entre el medievalista francés que profundizó en el reto de pensar la historia y describirla, y el controvertido filósofo español que enunció un materialismo filosófico de nuevos cuños.
La semana nos ha deparado, más allá de un debate del Estado de la Nación sin más sorpresas que las esperadas, incluida la nueva cercanía de este PSOE de Sánchez a Podemos, una discusión parlamentaria de calado, la de la Ley de Memoria Democrática, apuntalada nada menos que en la historia. Coincido con Le Goff porque se trata de salvar la memoria del pasado sirviendo al presente y al futuro de quienes plantearon esa nueva Ley, y con Bueno porque habrá que demoler la memoria deformada desde la labor de los historiadores por encima de quienes la mienten por intereses ideológicos.
La memoria es personal no colectiva. No existe una suma de memorias porque la materia no es homogénea. En un suceso cada persona que lo vive alza su propia memoria, que es suya no del conjunto; esa persona vive el suceso en sí y para sí independientemente de los demás. Suplantar la memoria, más aún: imponerla, es un atentado contra la realidad y la lógica. Y un ejercicio de totalitarismo y asfixia cuando se juega nada menos que con la historia de un país. Acaso lo más grave de este nuevo acoso a la historia no es que postule una versión falsa, en todo o en parte, sino que impida la libertad de expresarse sobre ella. Se habilita una Fiscalía ad hoc, se prevén multas a los infractores, se interviene la libertad de entidades privadas: fundaciones, asociaciones, se ataca el espíritu de la Transición, y se entiende, por iniciativa de Bildu, que hasta finales de 1983 se persiguió a personas que habían luchado «por la consolidación de la democracia» –¿ETA?–. Además se reinterpreta la Ley de Amnistía de 1977.
Esta Ley llega al Senado enfangada por la división en el Congreso que refleja la división social. Vivimos la recuperación de las dos Españas, ya enunciada en el XIX, que nada bueno sumó a nuestra historia. Y, desde un entendimiento orwelliano, la resurrección del odio, del enfrentamiento artificial entre españoles. La historia la escriben los historiadores no los políticos y se apuntala en datos objetivos no en sentimientos ni ideologías. Una historia que se alce borrando o entendiendo sesgadamente lo que no gusta o lo que se asume por preferencias ideológicas, desde partidos y no desde la claridad y neutralidad de los archivos, es un disparate sin futuro.
Además la Ley supone una tremenda injusticia cuando declara ilegales a los tribunales en el periodo que a la ideología promotora le conviene. Habrá muchas víctimas de asesinatos a familiares que no se sentirán reconfortadas al borrarse el reconocimiento de su dolor por la Justicia. Uno de los intervinientes en el debate tuvo que recordar que a Salvador Puig Antich no le condenaron a muerte por ser anarquista sino porque había asesinado a un policía. Eso ocurrirá con muchos más casos de identificados, juzgados y condenados por asesinatos en la retaguardia frentepopulista. Los muertos fueron miles, buena parte en las checas de Madrid y Barcelona. A las víctimas del terrorismo etarra ni se las menciona pero se reparará como defensores de la democracia a abominables matarifes, no pocos de ellos presos comunes puestos en libertad al inicio de la guerra en la España del Frente Popular. Pero la historia no se reescribe sin consecuencias.
Desde la sinceridad o la prepotencia, la vicepresidenta Yolanda Díaz declaró a las puertas del Congreso: «La nueva Ley de Memoria Democrática es un bálsamo reparador para España, hace un país mejor, en definitiva la España que queremos; la historia se reescribe también el día de hoy» –La España que queremos ¿quiénes?–. A su lado estaba Enrique Santiago que había defendido la Ley en la tribuna y es secretario general del PCE y secretario de Estado en el gobierno de Sánchez. El mismo que encabezó la manifestación anti OTAN. Esto también lo trasladan sus embajadas a los líderes de la UE y a Biden. Comprobarán lo distinto que es el Sánchez amable y socialdemócrata de las visitas y el Sánchez radical y sectario. Si es que tenían dudas.