Fundado en 1910
Vidas ejemplaresLuis Ventoso

España no arde por el cambio climático

Hace un calor infernal, sí, pero los fuegos forestales se han disparado sobre todo por la despoblación del rural y el abandono de los montes

El espacio natural de Monfragüe, en Cáceres, de 18.000 hectáreas, fue declarado parque nacional en 2007. Lo cual es lógico, por sus dehesas de encinas y alcornocales y porque se trata de un santuario muy importante para aves como el buitre negro, el búho real o la imponente águila real. Los romanos ya admiraron la zona llamándola «mons fragorum», de donde deriva su nombre actual, y dejaron allí el vestigio de puentes, calzadas y fuentes. El parque nacional, regado por el Tajo, recibe cada año a cerca de 300.000 turistas. Una pequeña romería.

El jueves pasado se desató un fuego en sus lindes y enseguida penetró en su corazón. Lo notable es que a comienzos del mes pasado la Asociación de Amigos de Monfragüe y alcaldes de la zona ya habían advertido de que aquello era «un polvorín listo para arder», porque no se realizaban tareas de limpieza de su masa forestal desde 2019. Por desgracia su profecía se ha cumplido. Este domingo, el desolado alcalde de Serradilla, un municipio del entorno, lamentaba además ante las cámaras la estricta regulación proteccionista del parque, que impide retirar madera, lo cual equivale a acumular combustible para los incendios.

Atravesamos una ola de calor larga y dura, con máximas de 40 durante varios días. España y Portugal arden por los cuatro costados. Por supuesto llega de inmediato el argumento políticamente correcto: la culpa de estos fuegos forestales es del cambio climático, como se ha apresurado a concluir Sánchez. Pues no. La culpa es del éxodo rural. Los territorios de esos parajes, por donde tanto nos gusta hacer alguna excursión admirativa, están hoy despoblados. Los jóvenes hace tiempo que se han largado a las ciudades en busca de un futuro mejor y los ancianos que quedan ya no tienen fuerza ni ganas para cuidar el monte (ni probablemente necesidad, porque el mundo ha cambiado para bien y cuentan con sus pagas).

En el mundo de ayer, el bosque aportaba la madera para calentarse, se clareaban zonas para el pasto, se explotaban los bosques vendiendo madera. Hoy parte de España se ha convertido en una especie de selva abandonada. Cuando recorro Galicia, veo más masa forestal que cuando yo era pequeño, pero ahora perfectamente desordenada.

Resultado: los montes están a su bola. Acumulan demasiada biomasa, que con las altas temperaturas se convierte en una especie de bidón de gasolina a punto de estallar ante un descuido de un paseante, un rayo o la salvajada de algún pirómano. Mientras tanto, nuestro «Gobierno ecologista», ese que nos sermonea hasta el hartazgo con su credo verde, no mueve un dedo para propiciar que se cuiden los montes. Es más fácil regalar subvenciones peronistas a cambio de nada que, por ejemplo, crear un programa para dar una paga a los parados que limpien el ecosistema (claro que probablemente no lo aceptarían, preferirían el subsidio al trabajo duro a la intemperie).

En lugar de atajar el problema en su origen y tratar de evitar las catástrofes con medidas preventivas, las administraciones han creado y mantienen toda una industria del fuego, centrada en apagar los incendios que se repiten cada verano. A veces –y es una triste verdad que pocas veces se enuncia en voz alta–, incluso es algún brigadista desalmado, un bombero eventual del verano, quien prende fuego para justificar su futura contratación. Y lo digo lamentando horrores la muerte este fin de semana de un bombero.

La hermosa y brava comarca coruñesa del Barbanza, de donde viene la rama paterna de mi familia, ve cómo sus sierras arden cada estío. Sin embargo es rarísimo un incendio en el extremo Norte de la provincia de La Coruña, o en La Mariña lucense. ¿La razón de ese pequeño milagro? Pues es sencilla: allí existe una industria forestal, la disciplina de una silvicultura a la que le interesa mantener el monte en orden y evitar los incendios.

Por supuesto que es muy difícil controlar los fuegos cuando se acumulan los días con temperaturas cercanas a los 40. Pero el trabajo no hay que hacerlo en verano, con la catástrofe encima, sino en invierno. Claro que para ello se requiere pensar, planificar y aceptar la importancia de la iniciativa privada. Resulta más sencillo entregarse a la queja de moda, el cambio climático, que trabajar en serio los montes.