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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Espejo de servidumbre

Lastra ha sido paradigma del animal político español del siglo XXI

No es rigurosamente imprescindible ser analfabeto. Pero ayuda. Un «espíritu de partido» –ya sea varón, ya dama– debe ser inmune a la inquietud de las interrogaciones. Para un espíritu de partido sólo hay respuestas. Y esas respuestas las dicta el amo. Desde el vértice. Y el hombre –o la mujer– de partido las aplica. Con gozo. Con apariencia de gozo, como mínimo, si aspira a sobrevivir. No es bueno para eso haber leído demasiado: los libros tienden a mostrar un mundo demasiado complejo, en el que nada es por completo negro o blanco; un paisaje político en el que no hay jamás buenos y malos, sólo malos. En distintos grados. Y en donde salvar la propia dignidad pasa por analizar determinaciones múltiples y situaciones complejas; y nunca ceder a un caudillo.

Mejor, pues, no saber demasiadas cosas, mejor no cargar con una sobredosis de neuronas activas, mejor no ser persona libre o tan sólo meditativa, si alguien quiere hacer carrera en política. Mejor sin estudios, sin saber, sin lógica ni convicción firme, sin más lengua que la vociferante, sin más fe que la del jefe… Sí, ciertamente, Adriana Lastra ha sido paradigma del animal político español del siglo XXI. Quienes quieran hacer carrera en ese circo, que se miren en su espejo.

No es una novedad de nuestro tiempo. Los tres últimos decenios españoles han llevado sólo a la caricatura una degeneración que nace con la política moderna. Y que sus primeros analistas veían como el más grave de los riesgos que podrían destruirla: la selección para el poder de los peores, de los más nulos, que serán siempre los instrumentos más fieles de aquel aprendiz de déspota que aspire a una dominación absoluta. ¿Triste? Bueno, aceptémoslo: no se puede vivir de la política sin ser siervo de alguien.

Cuando, hace ya un par de reencarnaciones, trataba yo de hacer entender esa paradoja del Estado moderno a mis estudiantes, solía recurrir a un elegante opúsculo del año 1791. Su autor, André Chénier, es hoy más conocido por los melómanos como el protagonista de la muy popular –y bastante lacrimógena– ópera de Umberto Giordano. Pero es más que eso: poeta menor, sin duda, de Chénier nos llegan vivos, sobre todo, dos soberbios panfletos acerca de los abusos que amenazaban hundir las ilusiones revolucionarias en un lodazal insalvable: las Reflexiones sobre el espíritu de partido y los póstumos Altares del miedo. Naturalmente, pese a todos sus esfuerzos por mantenerse anónimo, acabó por ser paciente, en 1794, de aquella ingeniosa máquina del Doctor Guillotin que garantizaba desprender la cabeza del cuerpo del intervenido sin más sensación que un «tenue cosquilleo» en el cogote.

1791, pues. Desde el «Club de los Jacobinos», prehistoria de los partidos modernos, Maximilien Robespierre sienta las bases implacables del Gran Terror que culminará tres años luego. Y André Chénier profetiza el destino de quienes, repitiendo sólo a otro cuando creen estar hablando por sí mismos, se encaminan alegres hacia lo peor. Cito al poeta: «En los momentos de reformas y de innovaciones es, sobre todo, cuando aquel que quiera conservar la sabiduría y el sano e incorruptible juicio debe pensar, meditar, reflexionar por sí mismo, ajustarse nada más que a la realidad y desligarse completamente de las personas. De otro modo, se creará ídolos o bien objetos de enemistad y muy pronto no será ya más que un hombre de partido. La razón pasará a parecerle demencia si sale de tal o cual boca; el absurdo será sabiduría si viene de tales o cuales otros labios; no juzgará ya las acciones más que en función de los hombres que las llevan a cabo, en lugar de juzgar a los hombres en función de sus acciones».

A Chénier le hubiera gustado conocer a la señora Lastra, estoy seguro. Hubiera podido diseccionar en ella la encarnación femenina de su «hombre de partido». Repasaría, sonriente, sus disparates de capataz no muy alfabetizado y siempre fiel al jefe. Sonreiría Chénier. Pasaron sus poemas. Su espejo de la servidumbre permanece: no, no es rigurosamente imprescindible que el siervo sea analfabeto. Pero ayuda.