'Liberty Valance' contra la mediocridad
Hay más verdad, más vida y más magia en una vieja película de John Ford que en veinte nimiedades de las plataformas
La mejor película que he visto este año me la tropecé una noche de días atrás en La 2. Me senté como quien no quiere la cosa y ya no pude dejarla, aunque la había visto varias veces. La película se rodó hace 60 años, en blanco y negro por exigencia de su director. Sin embargo, le da varias vueltas a todos los estrenos de cine que he me tragado esta temporada en las plataformas, que por cortesía de la plaga china han sido unos cuantos (un día podríamos ahondar en lo malas que son casi todas las películas producidas por Netflix).
El título del que hablo dirá mucho a los veteranos: El hombre que mató a Liberty Valance. En sus 123 minutos toca más verdades profundas que cualquiera de esas series de enganche de cuatro temporadas. Y eso a pesar de que su director, el insondable John Ford, se negaba a ir de artista: «Hago películas para pagar las facturas», aseguraba, mintiendo como un bellaco.
Liberty Valance es la última gran película del cineasta nacido en Maine en 1894 como John Martin Feeney, duodécimo hijo de inmigrantes irlandeses pobres llegados de Galway. Ofrece aquí su canto de despedida al Lejano Oeste, a las tierras duras de frontera donde se abren paso la civilización, la ley y una modernidad empujada por el ferrocarril. Ford, que torturaba a los actores con su sarcasmo, pero que los acababa convirtiendo en una familia, eligió para los papeles principales a John Wayne y James Stewart. Con 53 y 54 años chirriaban como personajes jóvenes. Pero a Ford le dio igual. La película se abre con la llegada a un pueblo de frontera del triunfal senador que encarna James Stewart. Viene con su esposa al entierro de un ranchero empobrecido y olvidado que acaba de morir (John Wayne), al que en realidad le debe toda su carrera y al que privó hasta de la mujer que adoraba y con la que se quería casar.
El senador accede a contar a un redactor del periodicucho local su historia con el fallecido, los viejos tiempos en una tierra por civilizar y asolada por un bandido cruel llamado Liberty Valance. La película gasta una atmósfera triste, crepuscular, aunque no falten las gotas de humor que siempre destila Ford. Es una elegía entre dura y entrañable a un mundo que está desapareciendo, un argumento recurrente en toda su obra.
Ford es un director muy admirado por su gremio. «El mejor del mundo», según Ingmar Bergman. Resulta ya un tópico decir que «su estilo consiste en no tener estilo». Lo cual suena a boutade del propio Ford, pero en parte es cierto. Narra visualmente con tal claridad que lo que aparece en la pantalla semeja la vida misma, siempre punteada por un uso magistral de la música (que le encantaba y sonaba siempre en su plató durante los rodajes).
Pese a su aparente falta de pretensiones intelectuales, la película toca grandes mojones de la existencia humana: el desnivel insalvable entre mito y verdad, el amor perdido, el elogio de la civilización, el valor de la libertad (y también su precio), la amistad como oxígeno existencial, el refugio de la familia y la pequeña comunidad. Según iba viendo Liberty Wallace, me sentía cada vez más cómodo. Era un mundo que reconocía, aquel en el que me criaron mis padres y abuelos y en el que me gustaría vivir. El balance moral claro e insoslayable, con el bien y el mal nítidamente contrapuestos. La posibilidad y encanto del amor romántico. La pasión pura entre el hombre y la mujer. El elogio al valor y a la camaradería. El estoicismo y el sacrificio por los demás… No había el inefable mensajito «progresista», ni la murga de género, ni cuotas políticamente correctas en el reparto, ni un forzado final azucarado. Respirabas satisfecho ante un mundo que reconocías como el tuyo y que está expirando, si es que no lo ha hecho ya hace tiempo.
Ford, inteligente, trolero y memorión, católico, borrachín y lector compulsivo, demócrata de joven y republicano de mayor, fue un saco de contradicciones y manías. Su hermano Francis, que llegó a Hollywood diez años antes que él y le abrió las puertas del cine, lo tenía bien calado: «Jack –como le llamaban sus íntimos– construyó toda una leyenda de dureza para proteger su ternura interior». El clásico labio superior rígido. El sentimental escondido tras una coraza de pinchos.
En los días del Crack del 29, Ford era ya un director poderoso y acaudalado. Frank Baker, un actor venido a menos y que era parte de su cuadrilla, se acercó a sus oficinas a pedirle cien dólares para una operación de emergencia que requería su mujer. Ford lo echó bramando, reprochándole la impertinencia de presentarse allí con cuitas pedigüeñas. Pero la escena no acabó ahí. Un asistente del director siguió a Baker y le extendió discretamente por orden de Ford un cheque de mil dólares. Además, le envió una ambulancia para trasladar a su mujer a un hospital de San Francisco y pagó la operación. Cuando ella recibió el alta, se encontraron con que Ford les había buscado una casita y les aportó ayuda económica el resto de su vida.
Eran otros tiempos. Los anteriores a la subcultura de la queja, a la elusión de la responsabilidad personal, los previos a la conversión de la filantropía en una forma más de narcisismo. Liberty Valance es una obra de arte. Entretiene, pero deja un poso. Netflix y compañía son –casi siempre– espuma de cerveza, condenada al olvido que penaliza lo superficial.