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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Calibán en la playa

Ese mar, que ante tus ojos va a abrirse en cuatro días, es el mismo mar que indujo versos de sosiego en un poeta de hace dos mil años

Es hora, lector, de olvidarlo todo. Y huir lejos del mundo; lejos de este mundo nuestro, al menos. Escapar hacia donde sólo el blando mazo del sol nos adormezca, hacia donde nada más que el monótono péndulo de las olas acote una vida, por un momento, arrancada a sus previstas regularidades. Hora también de recordar que nada más que en la pereza de la lectura ese doble sosiego del sol y el mar logrará desasirnos del pegajoso marasmo, en cuya fiebre transcurren de ordinario nuestras vidas. Y nos dará a ver otras: las que sólo están en los libros, y que, por estarlo, son más vivas que casi todas las que fuimos transitando. Hora también de leer a aquellos a quienes estos que nosotros leemos leyeron. Con la misma fascinación con la que a ellos los leemos nosotros.

Shakespeare, por ejemplo, que había leído al Montaigne a quien tradujo, hacia 1603, John Florio en lengua inglesa. Y cuyo salvaje «Calibán» toma en La tempestad su nombre del trastrueque fonético de los «caníbales» de los Ensayos. Lejos quedaba de Montaigne cualquier propósito de esbozar algo como lo que nuestra presunción llama una antropología. En 1580, «ensayo» no tiene el uso sabio que irá tomando en siglos posteriores. «Ensayo» guardaba aún su sentido original de «intento», de aproximarse a algo sin pretender concluirlo, por el solo placer de aproximarse: entretenimiento. Como «ensayar» una pieza de música o de teatro no es aún interpretarla; es prepararla, si acaso, y divertirse haciéndolo. Placer sin objeto.

No hay ambigüedad en ese gran señor que juega a cara descubierta. Desde el inicio de los Ensayos, desde esa primera página en la que el autor previene a sus posibles lectores de lo que allí no van a hallar: ni lecciones ni certezas. Porque, no juzgándose con las fuerzas necesarias para acometer tareas ni «útiles ni gloriosas», Montaigne dice haber optado por resignarse a sólo (¡sólo!) asomarse a sus propias inquietudes «domésticas y privadas». Y, así, puesto que «soy yo mismo, lector, la materia de mi libro: no es razonable que ocupes tu tiempo libre en algo tan frívolo y tan vano». Tanto como para que frivolidad y vanidad acaben por componer ese espejo del mundo que todavía hoy nos fascina. Como fascinó al William Shakespeare en cuyas manos vino a caer, en el primer decenio del siglo XVII, un ejemplar de la traducción de Florio.

Porque ese yo de Montaigne –Shakespeare lo percibe de inmediato– tiene, en su falsa sencillez, todos los atributos de un primordial laberinto: laberinto de palabras, en cuyo huidizo tejerse y destejerse hemos de componer un mosaico, cuyas piezas no acaban nunca de ser por completo armónicas. Y en esos desencajes de las piezas que dibujan el rostro del mago Próspero, acertará Calibán, astuta semi-bestia, a dar con puntos vulnerables en su armadura. La magia inapelable del amo está en su biblioteca: ese imperio de palabras ordenadas. Destruidlo y del poderoso Próspero no quedará nada, alecciona Calibán al pícaro Stephano: «Será posible romperle el cerebro, tras haberte apoderado primero de sus libros. Acuérdate, sobre todo, de quitarle los libros; porque sin ellos no es más que un tonto como yo. Quema todos sus volúmenes». Y, entonces, del hombre sabio que fue, del hombre a secas, no quedará ya nada.

Es hora, lector, de planificar tus vacaciones. De huir, porque huir es conveniente para el animal al cual agobian las tantas cargas de ser hombre. «Huir es honorable», ha escrito el empecinado Spinoza. Pero la huida exige, como todo, guía para no extraviarse. Y ese mar, que ante tus ojos va a abrirse en cuatro días, es el mismo mar que indujo versos de sosiego en un poeta de hace dos mil años: «es dulce, cuando sobre el vasto mar los vientos revuelven las olas, contemplar desde tierra los penosos trabajos». Y ese mar es también la epopeya íntima por la cual un marinero que perdió su honor logra recuperarlo en la suprema apuesta de Lord Jim. Puedes olvidar otras cosas para huir sin remordimientos hacia la idéntica metáfora del mismo mar de todos los años. No dejes olvidado a Lucrecio. No desdeñes en su estantería a Conrad. O, si prefieres, llévate a Montaigne. O a Próspero. O, mejor aún, a Odiseo, en el cual están todos.

Ni aun en la amiga indolencia de sol y playa y olvido dejes nunca que Calibán te sorba el alma.