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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

La baza de Putin

Europa colgará, así, de la soga que pudo comprar Putin con el dinero que Europa le pagó por su chantaje

Pasados ya cinco meses, lo impensable se ha impuesto. Cuando el 24 de febrero Rusia iniciaba su invasión de Ucrania, todos vimos llegar un cataclismo vertiginoso que borraría a los ucranianos en muy pocos días. La segunda –o, tal vez, tercera– potencia militar del planeta se lanzaba en tromba contra un país cuyos recursos armados se presumían escasos. Una sombra de Blitzkrieg se cernió sobre todos. El diseño de la operación parecía obedecer a tal concepto: línea de corte de toda la costa sur ucraniana, desde la frontera rusa hasta Odesa, y simultánea operación de asalto a la capital, Kiev, para derrocar al gobierno legítimo y sustituirlo por uno títere que firmaría la rendición que Putin estableciera. En las hipótesis rusas más pesimistas, se hablaba de una operación de un par de semanas. Los más eufóricos preveían apenas un fin de semana para que el orden ruso imperase en Ucrania.

La realidad dio al traste con aquel horizonte de pesadilla. Y abrió una pesadilla muy distinta: la de una guerra larga y muy costosa. Costosa para Ucrania y Rusia. También, para la vieja Europa.

La invasión tuvo un primer efecto catastrófico para Moscú: el ridículo de ver cómo un ejército, al que se creía altamente cualificado, naufragaba en un marasmo que solo puede calificarse de tercermundista. Las unidades de élite, que debían tomar Kiev y apresar o asesinar a Zelenski y sus ministros, fallaron en sus operaciones de comando y fueron diezmadas. Los blindados, que abordaron una toma convencional de la capital, se apelotonaban en una línea de avance lentísima, privados de aprovisionamiento y sometidos al eficaz acoso de los drones ucranianos: quedaron en chatarra. La imponente armada rusa ha sido incapaz de completar los objetivos que, en el mar de Azov y el mar Negro, debían garantizar –con vértice en Crimea– el total control de los accesos hacia los Dardanelos y el Mediterráneo. De la, se supone que espectacular, aviación de Putin sigue sin tenerse noticia: la hegemonía del aire, que se daba por hecha, ha naufragado por incomparecencia. Sigue siendo un enigma si es temor a los modernos misiles tierra-aire ucranianos, o si, sencillamente, el estado de la fuerza aérea rusa es mucho menos saludable de lo que se decía.

Pero la tragedia avanza por otras líneas. En el territorio que un antiguo oficial del KGB como es Putin debe conocer mejor: la debilidad moral de occidente; la debilidad moral, en particular, de una Europa a la cual el presidente ruso detesta y envidia en medidas idénticas. Hundido en un ridículo militar con pocos precedentes, Putin confía en la venganza del general invierno. Que esta vez no va a empantanar blindados y hombres sobre la helada estepa rusa. Que esta vez va a jugar su partida sobre el tablero de la acomodada Europa, sobre el confort perdido de sus calefacciones hogareñas.

Europa se ha venido suicidando desde hace mucho tiempo. El nudo final en su horca fue comprar la energía a quien era y sigue siendo su más inconciliable enemigo: Rusia. La estupidez ecológica acabó con la única segura fuente energética europea: las centrales nucleares. Rusia vendía entonces un gas baratísimo: ¿para qué plantearse problemas desagradables con los neo-bucólicos, que empezaban a ser una bolsa de votos relevante en Centroeuropa? Se cerraron las nucleares. O, como mínimo, dejaron de construirse. Ahora, Putin sabe que cortar el grifo de su gas es poner a los gobiernos europeos al borde del abismo. Y que racionarlo sabiamente es convertirlos a ellos en los financiadores de la guerra que tanto dicen condenar. En el vértice de semejante paradoja, el hombre fuerte del Kremlin juzga –y no le faltan motivos– que los dirigentes europeos cederán antes de que acabe el año. De ser así, no solo el futuro de Ucrania estaría condenado. Lo estaría el de todo un continente incapaz de enfrentarse al envite más elemental: el de su autonomía energética. Y Europa colgará, así, de la soga que pudo comprar Putin con el dinero que Europa le pagó por su chantaje.

Eso está en juego. No es solo una cuestión militar; es la supervivencia de un continente sin apenas fuentes naturales de energía. Y con una tecnología, sin embargo, más que suficiente para poder prescindir de ellas. Solo en lo nuclear puede hoy salvarse Europa. Y eso Rusia lo ha sabido siempre. Y siempre lo ha interferido. Con eficacia.