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Cosas que pasanAlfonso Ussía

El súper

Me he sentido humillado muchas veces en mi vida, pero jamás como hoy en el supermercado

Definitivamente, los hombres somos unos tarados en los supermercados. Nos gastamos el doble que las mujeres y más de la mitad de las adquisiciones quedan olvidadas en las despensas. Los dependientes se aperciben de ello y nos encajan toda suerte de productos que aceptamos con la timidez propia de los inexpertos. En el sector cárnico, hay que «dar la vez», protocolo imprescindible previo a solicitar cinco kilogramos de ternera. «Cinco kilos de carne picada de ternera», por favor. «¿Tiene usted la vez?», me ha preguntado una señora que se movía por el supermercado como Pedro por su casa. «No, señora, pero creo que he esperado lo suficiente y me ha llegado el turno»; «el turno no sirve para nada. Aquí o se tiene la vez, o no se tiene la vez, y usted no la tiene». «¿Dónde puedo conseguir la vez?», le he preguntado a la fiera. «La vez se la doy yo, y usted se la tiene que dar a la persona que aguarda la vez detrás de usted». «Pues, entonces, déme la vez». «De acuerdo, tiene usted la vez, y ahora mismo, sin tardanza, tiene usted que dirigirse a esa señora con los vaqueros apretados y blusa verde para darle la vez posterior a su compra».

Y me he dirigido a la señora de los vaqueros apretados y blusa verde.

«Señora, le comunico con todo mi respeto, que tiene usted mi vez».

«Muchas gracias, porque tengo prisa. Si usted me concede su vez está claro que yo me quedo con su turno. Es usted muy amable. Y yo, le doy mi vez, que iba detrás de su vez, y dos veces después de la señora que le antecede».

Y ha ululado el dependiente. «¿Quién tiene la vez?»; «¡Yo!», ha respondido la señora. «Y después de mí, la tiene este señor tan apuesto y atractivo a pesar de su edad». Y al final, he renunciado a la vez, porque lo de tener la vez, dar la vez, recibir la vez y exigir mi vez me daba muchísima vergüenza. En vista de ello, me he dirigido a las estanterías de conservas de pescado, en cuyo ámbito no es imprescindible la vez. Consiste en elegir las latas que se desean adquirir e introducirlas en un carrito que acostumbra a desobedecer la dirección que su conductor le sugiere. Y ahí sí. Latas de atún, de anchoas, de mejillones, de almejas, choricitos a la sidra… y cuando me disponía a cambiar de sector, un empleado que pasaba por ahí me ha ordenado. «No deje pasar la oportunidad de adquirir un bote de albóndigas de carne y jamón en salsa. Se venden muy bien». Y he obedecido inmediatamente. Vamos a ver, y no pretendo salir del engorro de mi humillación y desconcierto. Si en lugar de mi persona –mi persona yo, yo mi persona–, el que se halla comprando es un general de Caballería, Vuecencia habría reaccionado igual añadiendo a su carrito el bote de albóndigas. Los empleados de los supermercados tienen autoridad y abusan de ella. «Y ahora –continuó el empleado– pase por las conservas de espárragos que están en oferta». Y he comprado espárragos.

En mi casa viven y pernoctan durante las vacaciones –y comen, claro–, veinte personas. De ahí, que al pasar por la frutería haya optado por adquirir cinco docenas de plátanos. Ya de vuelta, al verlos mi mujer, me ha felicitado. «Enhorabuena por haber comprado los plátanos con proyección de futuro. Están verdísimos, y hasta dentro de cuatro días no se pueden consumir. Lo que no encuentro es la carne». «Ha sido imposible. No me han dado la vez».

No tengo carácter, ni temperamento ni firmeza ni coraje, para repetir la experiencia. Me he sentido humillado muchas veces en mi vida, pero jamás como hoy en el supermercado.

Les doy, con todo cariño, mi vez.