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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Esa prisa loca por matar

El caso del niño Archie ha vuelto a mostrar la deshumanización de unas sociedades que a veces avanzan... hacia el salvajismo

Southend-on-Sea es una ciudad turística de 164.000, habitantes, situada en el estuario del Támesis, a unos 60 kilómetros del centro de Londres. Archie Battersbee, de 12 años, vivía allí con su madre Hollie Dance, de 46 años, tras el divorcio de ella y Paul, el padre, de 56. Archie era un chaval muy deportista, que practicaba gimnasia y boxeo. El pasado 7 de abril, su madre lo encontró sin conocimiento en lo alto de las escaleras de casa, con una ligadura a su lado. Se cree que había participado en un reto viral de semi asfixia a través de una red social (algunos comentaristas ingleses han apuntado el nombre de Tik-Tok).

Los médicos diagnosticaron muerte cerebral, que no hay que confundir con estado vegetativo, en el que al cabo de un año suelen volver a la consciencia un 43 % de los pacientes. Según los especialistas, Archie, que sobrevivía con ayuda de un ventilador y alimentado por sonda, estaba clínicamente muerto. Pero para los padres era su hijo, no una cifra fría en los registros de la sanidad pública, y todavía se aferraban a una remota esperanza. La madre, que no se apartó de su cama un instante, sostenía incluso que a veces sentía que el niño le apretaba la mano.

El sistema sanitario público británico, el NHS, trató el caso con una burocracia aséptica, gélida. Su razonamiento fue que toda vez que Archie estaba en muerte cerebral era un sinsentido mantenerlo ocupando una cama en un hospital público de Londres. Un despilfarro. Debía ser desconectado. «Nuestros deseos como padres son totalmente ignorados. No entendemos esta urgencia por retirarle el soporte», se lamentaban los padres, que iniciaron una fallida batalla judicial para dar más tiempo a su hijo: «Queremos que se vaya cuando Dios decida, no cuando lo diga el consejo del hospital».

En la calle donde vivía Archie había una iglesia católica. La pasada Navidad, el niño había pedido permiso a sus padres para bautizarse allí, en parte admirado por las plegarias al subir al ring de sus ídolos del boxeo, muchos de ellos hispanoamericanos católicos. Archie fue bautizado la pasada Semana Santa, estando ya en coma, y su madre y hermanos también se convirtieron. Su batalla por la esperanza y las verdades del amor solo se ha visto respaldada desde el ámbito cristiano. Jueces, políticos y la opinión mediática dominante en el Reino Unido se pusieron del lado de la urgencia burocrática por matar al niño. Y así se hizo.

El último ruego de los padres fue poder trasladarlo a un espacio más privado que el hospital para poder despedirse de él de una manera íntima. La respuesta fue puro Kafka: las autoridades médicas se negaron, invocando «el mejor interés» del paciente, a cuya muerte ellos mismos habían puesto una inflexible fecha.

Como dijo una ministra socialista española en una hedionda frase, «los niños no son de los padres», ahora son del Estado. A veces cunde la sensación de que cuanto más avanzadas se pretenden nuestras sociedades más rápido caminan hacia el salvajismo. Las verdades de la ciencia estaban con los médicos. Archie no iba a volver, el daño era irreversible. Pero nunca debieron pisotearse así las verdades del corazón.