Fundado en 1910
Aire libreIgnacio Sánchez Cámara

Estado de catástrofes

Es cierto que el Ejecutivo cuenta con la mayoría parlamentaria, pero hasta las siguientes elecciones no sabremos si la alianza que lo está manteniendo en el poder era la opción preferida por los votantes del PSOE

Las catástrofes no cesan. Los informativos de televisión se convierten en crónica de sucesos. Acabaremos por acostumbrarnos. Incluso el Gobierno, a su manera, contribuye a ellas. Es incluso una de ellas. Moncloa, zona catastrófica. Las medidas adoptadas para el ahorro de energía son la última prueba. Y no es que no haya que ahorrar, por lo general a la fuerza. El problema es el extravagante procedimiento sancionador. Dejemos de lado la cuestión de la posible invasión de competencias autonómicas. Las sanciones previstas son, en algunos casos, brutales. Es justo lo que necesitan los comerciantes. Pero a este Gobierno pronto le llega su momento blandengue y una ministra, con mirada beatífica, ha sostenido que no se trata de sancionar, sino de apelar a la responsabilidad de los ciudadanos. No se pretende sancionar realmente, incluso se reconoce que será imposible imponer muchas de ellas, sino sólo de asustar un poquito. El Derecho ya no manda ni obliga; sólo anima y persuade. El BOE, camino de convertirse en hoja parroquial. Olvidan, si es que alguna vez lo han sabido, que para Marx el Estado es siempre un aparato de dominación. Por aquí hay más oportunistas que lectores de Marx. Eso sí, nada de medidas que incentiven el ahorro energético como beneficios fiscales, que eso de bajar los impuestos es muy de derechas.

Un Estado providente y benefactor no se detiene ante nada, carece de límites. ¿Es que acaso tiene límites el bienestar de los felices subsidiados? Aristóteles distinguió entre la ciudad y la casa. Sólo la primera pertenecía al ámbito del gobierno. Pero hace tiempo que el gran filósofo murió, mucho antes que Montesquieu. Todo es público; nada, privado. No es necesario ya mantener la distinción, sólo grata a una exigua minoría de liberales y conservadores anticuados. La termodinámica nos enseña que lo que sucede en el dormitorio de una persona puede afectar a los demás ciudadanos por lejos que vivan. La libertad deviene un crimen nefando de insolidaridad. Sólo el esclavo es realmente solidario. Todos los deberes se condensan en uno: obedecer. El infierno aguarda a quien ose traspasar la sagrada barrera de los 27 ºC. El Gobierno es gobernante, sí, pero es mucho más. Es profesor, médico, empresario, ingeniero, arquitecto, artista. Nada humano le es ajeno. Pero lo que el nuestro actual prefiere, aquello por lo que pierde la cabeza, y con ella la razón, es regular las vidas privadas. Si fumamos o no, qué comemos y bebemos, cuántas proteínas animales ingerimos, cuándo y cuánto nos vacunamos (sobre todo, es un Estado clínico), a qué temperatura tenemos el salón de nuestra casa, qué programas de televisión vemos. Es un Gobierno cotilla. Y no es éste su peor vicio. Lo malo es que se erige en señor de la vida y la muerte, bajo la hipócrita forma del reconocimiento de derechos. El Estado decide quién vive y quién muere. Tan pródigo ha sido en conceder derechos que ha llegado a conceder el derecho a morir. Claro que con él se instaura un extraño deber: el deber de matar. Y todo bajo una concepción decisionista del Derecho propia de Carl Schmitt. El Derecho es la pura decisión del gobernante, siempre que sea de izquierdas. Si no lo es, deviene un usurpador.

Un presidente del Gobierno, no elegido directamente por el pueblo, sino por cooptación parlamentaria, se erige en señor de vidas y haciendas. Es cierto que tenemos un sistema parlamentario y que el Ejecutivo cuenta con la mayoría parlamentaria, pero hasta las siguientes elecciones, salvo que nos acojamos a las plurales encuestas, no sabremos si la alianza que lo está manteniendo en el poder era la opción preferida por los votantes del PSOE y qué dictaminarán las urnas.

El Estado paternalista, lo sea de verdad o sólo finja serlo, es una permanente amenaza para la libertad y la mayoría de edad de los ciudadanos. No hay que olvidar que a Stalin le gustaba que le llamaran padrecito.