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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Palmeras en el Norte

La generación de nuestros padres y abuelos tenía un combustible que se va perdiendo: la firme convicción de que las vidas de los suyos podían mejorar

Las ciudades gallegas están llenas de palmeras, como si fuese una humorada más de una tierra por donde campa la ironía. En el norte de la región, con las rachas del Nordés y el mercurio siempre tímido, a las pobres palmeras se las ve un tanto descangalladas. No acaban de palmarla, pero tampoco de ponerse rumbosas. Todo se queda en un quiero y no puedo botánico. Pero está bien, porque supone un canto al optimismo. Pese a las evidencias irrefutables en contra, la gente sigue plantando palmeras en la confianza de que el clima es propicio.

Ese mismo espíritu asoma en una escena de la tercera película de El Padrino. Diane Keaton le pregunta a su ex marido Al Pacino, el taciturno magnate mafioso Michael Corleone, qué es lo que le atrae de una tierra tan atormentada como la de sus ancestros, Sicilia, lastrada por la miseria y la violencia. Corleone le responde que lo que le gusta de los sicilianos es que siempre confían en que el día siguiente será mejor. Nunca pierden la esperanza, a pesar de su endémica colección de tragedias.

Ese era también el talante de nuestros padres y abuelos. Poseían un combustible interior que empieza a menguar: la firme convicción de que la vida de los suyos podía mejorar. Españoles de ciudades rezagadas, o de aldeas ignotas, se subían a un barco de pasaje con una maleta de cartón y navegaban hasta el otro confín para buscarse un futuro. La hija de uno de esos aventureros me explicaba ayer con asombro y admiración algo en lo que yo no había reparado: «Hoy hasta los que no han viajado saben cómo es el mundo. Lo han visto en la televisión, en el cine, en internet, en los libros… Pero aquella gente se marchaba de un día para otro a trabajar a lugares de los que no sabían nada de nada. Los que se iban eran precisamente los mejores».

No era ya solo la emigración. En el enorme estirón que dio España en la segunda mitad del franquismo y durante el reinado de Juan Carlos I se aceptaban trabajos muy duros para sacar a la familia adelante. O se emigraba a Barcelona o a Bilbao, so pena de ser tratado de «charnego» y «maqueto», porque allí palpitaba entonces la punta de lanza de la prosperidad (en buena medida merced a la discriminación positiva de los Gobiernos de España en pro de ambas regiones). Hoy se publican constantemente noticias sobre que en muchas ciudades españolas ya cuesta encontrar cocineros y camareros. Cuando ves una obra en Madrid, si pones la oreja escuchas sobre todo idioma rumano y acento hispanoamericano.

En EE. UU. han comprobado que los jóvenes, a diferencia de sus padres y abuelos, se niegan a trasladarse a otro estado en busca de una oportunidad laboral. Ha decaído incluso su interés por obtener el carnet de conducir, que para nuestras generaciones era una suerte de vitola de libertad y autonomía personal. Van perdiendo el «grit», la garra que distinguió a sus mayores y a aquellos pioneros que avanzaron hacia el Oeste en una gesta salpicada de penalidades. ¿Estarían dispuestos los chavales estadounidenses de hoy a ser despanzurrados en las playas de Normandía en auxilio de los europeos y en nombre de un ideal? No parece.

Los jóvenes españoles prefieren mensajearse que hablar por el móvil, lo cual les resulta engorroso, casi intimidatorio. En las entrevistas de trabajo, cada vez es más normal que pasados cinco minutos de charla el candidato pregunte por las libranzas. Tener hijos se ha convertido en misión de audaces.

Es el precio del confort. Si te has criado en la bonanza, es lógico que merme el hambre de ir a más, de hacer progresar a los tuyos, pues ese bienestar se da ya por descontado. Se pierde entonces la ambición, cuya suma colectiva empuja a los países (o hace que se estanquen si decae). En el mundo anglosajón ha aparecido un fenómeno que llaman el «quite quitting», algo así como la renuncia silenciosa. Consiste en no tomarte tu trabajo en serio. Se trata de hacer lo mínimo para que no te echen, pero renunciando por completo a comprometerte y a la idea de promocionar. Ya saben: trabajar para vivir, en lugar de vivir para trabajar. Puede sonar bien. Pero los asiáticos no están en eso y nos vamos a quedar en su deprimido parque temático. Las sociedades occidentales necesitan más optimismo y esperanza. Una fe como la de esos entusiastas que continúan plantando palmeras en el Norte.