Elites
O gobiernan los mejores o caemos en la partitocracia. Es urgente renovar nuestros partidos políticos, exigiéndoles la promoción de los mejores
Una de las características más reseñables de nuestro tiempo es la crítica, generalizada en todo Occidente, a las elites políticas. Todo empezó con los efectos de la Globalización. La deslocalización y la apertura de mercados provocó la pérdida de muchos puestos de trabajo al tiempo que los beneficios corporativos crecían. Muchos ciudadanos comenzaron a considerar que sus gobernantes les habían dado la espalda y optaron por apoyar a formaciones políticas de corte antiglobalizador y nacionalista. Este primer brote ha ido seguido por un segundo, en este caso más centrado en la competencia. Los primeros pasos de la IV Revolución Industrial están provocando efectos ante los que nuestras elites no parecen ser capaces de reaccionar. La situación es particularmente delicada en Europa, donde el ensimismamiento producido por el complejo proceso de integración ha llevado a una reacción tardía ante los retos industriales en los ámbitos digital y biotecnológico.
Esta falta de confianza en la capacidad de nuestras elites se hace cada día más evidente. Si repasamos la prensa reciente nos encontramos con el canciller alemán pidiendo la urgente construcción de un gasoducto con España y a nuestra vicepresidenta del ramo asegurando nuestra disposición a llevarlo a cabo en un tiempo récord. No hace tanto tiempo, durante el gobierno de Rajoy, nuestra diplomacia presentó a su contraparte alemana un plan preciso sobre la conveniencia de unir ambos países con un gasoducto, tanto por el beneficio de crear una red europea como por la necesidad de superar la vulnerabilidad crítica de una excesiva dependencia de Rusia. Eran los días en los que las potencias anglosajonas alertaban sobre el peligro que para la Alianza Atlántica suponía dicha dependencia y en los que España disponía de dos gasoductos que le garantizaban la recepción de un gran volumen de gas argelino y siete puertos en condiciones de recibir barcos metaneros.
La respuesta alemana sorprendió tanto por negar la mayor, el peligro de la dependencia respecto de una potencia no amiga, como por la soberbia con la que se hizo. Nuestro actual gobierno llegó negando la necesidad del gasoducto, puesto que el gas era una fuente de energía caduca y el coste demasiado elevado. A ese gobierno debemos la drástica disminución del gas que recibimos de Argelia, el aumento de su precio, el haber acabado reconociendo que el gas y la fisión nuclear son fuentes de energía verde y, finalmente, la conveniencia de construir el gasoducto en cuestión.
¿Podemos confiar en estas elites para afrontar el reto de adaptarnos a la IV Revolución Industrial? ¿Tienen la formación política necesaria para ello? Es evidente que no, como tampoco parecen estar a la altura del mínimo decoro político cuando se atreven a dar tales bandazos sin pedir perdón a la ciudadanía por las tonterías dichas y hechas con anterioridad.
¿Cómo es posible que la clase política haya devenido en tal mediocridad? Vaya por delante una hipótesis abierta a la discusión. Los grandes que reconstruyeron el Viejo Continente, superando el nacionalismo a través del proceso de integración continental y la «lucha de clases» mediante el «estado de bienestar», dieron paso a una sucesión de generaciones crecientemente faltas de sensibilidad política. Las fuerzas de centroderecha olvidaron la política para concentrarse en la administración. Las de izquierda, faltas de valor para enfrentarse a la realidad, se escudaron en la ideología o la utopía. Dejo aparte a los enemigos de la libertad, cuya agenda sigue otros parámetros.
La política ha vuelto. Un cambio de época requiere capacidad política, no meramente técnica, y realismo, lo que siempre conlleva la exigencia de valor. Un buen amigo me recordaba que o las elites son aristocracia, en el sentido clásico del término, o degeneran en oligarquía. O gobiernan los mejores o caemos en la partitocracia. Es urgente renovar nuestros partidos políticos, exigiéndoles la promoción de los mejores, casi tanto como recordarles que su misión principal no es administrar, que para eso están los cuerpos superiores de la Administración, sino establecer programas capaces de ilusionar a la sociedad y dirigir al conjunto de la Nación a través de las inevitablemente procelosas aguas de un cambio de época tan radical como el que estamos viviendo.