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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Lo de Negre

La ofensiva del Gobierno contra el periodismo crítico va mucho más lejos que el desprecio a un reportero que, en síntesis, no es muy distinto a Évole

Seamos claros: no me gusta lo que hace Negre, con ese tono activista que está bien para un activista pero no es periodismo. Provocar o protagonizar noticias se aleja de los sencillos parámetros que definen esta profesión y se adentra en otro espacio que no es ni mejor ni peor: simplemente es distinto.

Otra cosa es que, cuando se hace en nombre de la derecha, cosecha una estigmatización que no se da a la izquierda, mucho más numerosa en una suerte de activismo similar, quizá más sutil pero igual de intencionada: Jordi Évole, como Negre, busca las respuestas que encajen en sus preguntas para consolidar una idea previamente asumida y buscar la manera de refrendarla, sin margen a hipótesis alternativas.

Tampoco es malo, aunque a todos cabría pedirles más delicadeza: intentar guiar a la sociedad es perfectamente legítimo, incluso necesario en tiempos de penumbras, ruido y urgencias, pero ha de intentar hacerse con un desprendimiento material y una exigencia intelectual que no son fáciles de poseer.

Dicho lo cual, la posible agresión a Negre por parte del fotógrafo de Sánchez tiene más hondura que la relativa a los estrictos hechos y a sus protagonistas, pues permite visualizar la opinión que a este Gobierno le merece la crítica, la calidad de sus valores democráticos y, lo peor, la disposición a utilizar todos los recursos a su alcance para imponer su cosmovisión, netamente autoritaria.

No sé si el empujón que el tal Bellacasa, amigo de Sánchez y contratado por él pero pagado por todos como fotógrafo de cabecera, da de sí para postrar al afectado en una silla de ruedas con el brazo escayolado; pero es suficiente para que cualquiera con un poco de decencia se pregunte si ese es el trato que hay que darle a un ser humano en instalaciones oficiales, con el presidente del Gobierno a un metro y desde su equipo de confianza retribuido por el contribuyente.

Reírse de Negre es el disfraz que se ponen para caricaturizar a toda la disidencia y convertirla en un enemigo a abatir por todos los medios

La mofa que generó y genera el episodio, con bromas crueles de los echeniques de siempre y un deseo inocultable de que alguien terminara el trabajo con el reportero empujado, remata el sentir general de una parte de la izquierda hacia el periodismo alternativo, resumido en las reiteradas campañas contra los Vallés, Herrera, Alsina, Griso y compañía.

Pero lo que hace particularmente inquietante este caso es la decisión de Moncloa, es decir, de Sánchez, de utilizar a la responsable del área penal de la Abogacía del Estado para defender a un amigo, enchufado a más señas, en un juicio donde se analiza su comportamiento personal, ajeno al trabajo.

A Sánchez no se le conoce mensaje alguno de solidaridad hacia Negre, que tampoco puede esperarlo con esa actitud tan suya de no hacer prisioneros, pero tampoco hacia cualquiera de los periodistas que día sí y día también sufrimos los ataques, insultos y coacciones de sus propios compañeros de Gobierno por advertir de la pavorosa mezcla de negligencia, populismo y autoritarismo que les caracteriza.

Sánchez convive mal con una Justicia independiente, pero peor aún con un periodismo crítico. Y a diferencia de otros presidentes con las mismas lamentables obsesiones, con destinatarios distintos, él es el único que las convierte en hilo conductor de una escalada legal: el asalto al Poder Judicial o la Estrategia Nacional contra la Desinformación, rematada con una capciosa Ley de Secretos Oficiales, son el salto cualitativo más regresivo que ningún Gobierno se ha atrevido a dar en materia de libertad de prensa.

Y reírse de Negre es el disfraz que se ponen para caricaturizar a toda la disidencia y convertirla en un enemigo a abatir por todos los medios y con todos los medios: usar a la abogada del Estado que participó en el apaño de Junqueras para defender a un posible agresor lo dice todo del desvarío de un presidente sin principios y, también ya, sin líneas rojas.