En efecto: Cataluña tiene un problema
El bochorno separatista en el homenaje a las víctimas del 17-A ejemplifica lo sabido: una sociedad enferma por la obcecación nacionalista
Los espeluznantes atentados yihadistas de Cataluña, en Las Ramblas y Cambrils, se produjeron el 17 de agosto de 2017 y dejaron 16 muertos y 140 heridos. La teoría de parte del separatismo catalán, alentada por el fugado Puigdemont y su esotérico Consejo de la República, es que el ataque fue instigado por los servicios secretos españoles para dar un escarmiento a Cataluña. Como estamos ante una sociedad intoxicada por el veneno nacionalista, el homenaje a las víctimas del atentado en Barcelona ha sido saboteado por separatistas abonados a esa teoría de la conspiración antiespañola. Laura Borrás, la expresidenta del Parlamento catalán, relevada por un caso de corrupción de libro, se acercó a darse un baño de masas con los alborotadores, quienes entre gritos de «España es un Estado asesino» no respetaron siquiera el minuto de silencio, ni el luto de las víctimas y sus familiares.
En mayo de 2017, tres meses antes del atentado en Cataluña, un joven yihadista, de ancestros libios y criado en Manchester, se voló con una mochila-bomba y mató a 23 personas en el principal auditorio de la ciudad. Muchos eran chiquillos que habían ido a ver a el concierto de Ariana Grande, una ídolo de adolescentes. Huelga decir que en el Reino Unido y en el propio Manchester a nadie se le ocurrió propalar que el ataque había sido obra de una maquinación de «las cloacas del estado» de Westminster, como está pasando en Cataluña.
Se suele olvidar que el 18 de agosto, al día siguiente de los atentados en Cataluña, un marroquí mató a dos personas a puñaladas en la segunda ciudad de Finlandia dando voces de «¡Alá es grande!». El 19 de agosto, un atacante abatido por la policía intentó apuñalar a varias personas en Rusia en nombre de Estado Islámico. El día 25 de ese mes, un somalí radicalizado por el Daesh mató a dos soldados en Bruselas. En ningún caso se culpó al Estado de lo ocurrido, lógicamente.
En el año 2015 sufrimos la gran crecida del terror yihadista. En enero se produjo la masacre en la redacción de Charlie Hebdo, con 20 muertos. En febrero, tres muertos en una sinagoga danesa. En julio, cuatro muertos en Tennessee por obra de un tirador simpatizante del Daesh. En noviembre, la cadena de atentados de París, con la friolera de 137 muertos. El año siguiente no empezó mejor: en marzo, 34 muertos en los atentados yihadistas suicidas en el metro de Bruselas; en julio, 87 muertos en Niza con el camión asesino del paseo marítimo; y en ese mismo mes, el primer atentado del Daesh en Múnich, con nueve muertos. En ningún país se culpó al Estado y sus servicios secretos.
Europa vivió tres años acongojada por la violencia yihadista, que cobró alas al permitirse la creación de un «califato» terrorista a caballo entre Siria e Irak (posible en gran medida gracias a la atolondrada salida de Irak del sobrevaloradísimo Obama, que mucho Harvard y mucho pico de oro, pero no dio una en política internacional). Pero a pesar de todos esos precedentes, en Cataluña hay hoy personas tan enajenadas que están dispuestas a acudir a boicotear los actos por el quinto aniversario de los atentados de Las Ramblas, pues están totalmente convencidas de que son obra del enemigo habitual: el mefistofélico «Estado español», que no solo roba, sino que hasta mata al honrado Pueblo Elegido.
Cataluña tiene su problema dentro: el fanatismo nacionalista y la parálisis y odios que acarrea. Y mientras no lo asuman y no se lo sacudan, continuarán con una sociedad enferma, empachada de victimismo, complejos de superioridad y un rencor palurdo hacia sus vecinos y compatriotas de siempre. Por desgracia, en lugar de explicarles de manera didáctica estas verdades básicas, tenemos un presidente de España que adula a quienes sostienen tan rancios postulados y hasta es rehén de ellos.