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Desde la almenaAna Samboal

El silencio de los corderos

En esta bellísima profesión, en la que falta autocrítica y sobran tertulianos de partido, pero que tan útil ha sido a la causa de la democracia, raras veces se ha visto tanta unanimidad en la protesta

En 2021, días después de negarlo públicamente, Pedro Sánchez purgó medio Gobierno. El 1 de julio dijo que no estaba en sus planes hacer una remodelación y el 10 de julio echó del consejo de ministros a Celaá, Ábalos o Calvo y hasta a su director de gabinete, Iván Redondo. Este verano, tras su paseo por La Palma, Pedro Sánchez ha negado hasta en tres ocasiones que tenga la más mínima intención de hacer cambios en el cónclave ministerial. Podríamos creerle. También podríamos pensar lo contrario. Cualquiera de las dos opciones es factible dado su historial.

Cierto es que negar los rumores, con el fin de acallarlos, está en el manual de estrategia. Botín desmentía las OPAS justo antes de lanzarlas y los inquilinos de la Moncloa hacen lo propio cuando se otea una crisis en la prensa. Su jugada es más efectiva si se sorprende desprevenido al adversario o a la víctima. Ahora bien, una cosa es tratar de desviar la atención y otra bien distinta atacar al mensajero. Ése era el objetivo último de su diatriba.

No fue casual, sino intencionada, la acusación a periodistas y medios de comunicación. Está también en el manual, el del buen comunista: si estigmatiza y deshumaniza al que se opone a sus planes, nadie llorará por él cuando le destruya. Si no somos informadores, sino intoxicadores, nadie clamará por nuestra libertad de informar. Pablo Iglesias lleva años trabajando en esto. Pedro Sánchez se ha sumado a la causa de su socio. Por ocultar los viajes en Falcon, los coqueteos y negocios varios con Delcy o las subvenciones a los amiguetes, el presidente parece dispuesto a cargarse la libertad de expresión con la reforma de la ley de secretos oficiales. Sus declaraciones le delatan.

No hay, en lo que conocemos del proyecto de Bolaños, criterios tasados y objetivos que determinen qué información debe ser reservada, confidencial, secreta o alto secreto. Por tanto –como viene ocurriendo–, la clasificación se deja al arbitrio del político, siempre tentado de actuar a beneficio de parte y de partido. Las multas son tan escandalosamente desorbitadas que, cuando no ejerzan el poder de disuasión que se persigue, es decir, la autocensura, amenazarán la supervivencia de los medios de comunicación que desvelen lo que el Gobierno de turno trate de ocultar.

En esta bellísima profesión, en la que falta autocrítica y sobran tertulianos de partido, pero que tan útil ha sido a la causa de la democracia, raras veces se ha visto tanta unanimidad en la protesta. Es señal inequívoca de que lo que se cocina en el despacho del ministro de Presidencia, con agostidad y prisas, es una ley censura. Si se sale con la suya y los tribunales no lo impiden, serán condescendientes con los amigos para después pasar al cobro la factura e implacables con los críticos, a los que convertirán en enemigos. Y lo peor es que, enganchada a las redes sociales, buena parte de la opinión pública pensará que su libertad de expresión constitucional está garantizada por poner un tuit o una foto en Instagram.