Balada triste de agosto
Nunca sabremos qué le paso a aquella mujer, por qué dio aquel paso, y si se pudo hacer más para ayudarla
Los romanos lo llamaron el Portus Magnus Artabrorum. Para hacerlo más corto y claro lo hemos dejado en el Golfo Ártabro. Son las rías de La Coruña, Ares, Betanzos y Ferrol, intercaladas como un paréntesis de cierta calma entre el final de la Costa de la Muerte y el inicio de las Rías Altas.
Discurría en toda España la semana de más festejos del año. Pero aquel día de agosto amaneció en el Golfo Ártabro bajo un cielo de plomo. Según avanzaba la mañana, rayos de luz iban rasgando poco a poco el telón de las nubes y la niebla. El reflejo del sol, todavía tímido, arrancando brillos al océano gris era como un regalo panteísta.
A la hora del aperitivo, la luz ya había expulsado a las nieblas matutinas, como sucede tantas veces en el Norte y como saben bien los locales, que se toman con calma filosófica eso que en otros sitios llaman –allí con razón– «verano». A la hora de comer mandaba un cielo casi raso. Las terrazas lucían llenas. En las playas ya se veía un hormigueo de gente bulliciosa, despreocupada. Hacia las cuatro de la tarde comenzamos a sentir un estruendo de motores desde la sala del piso. Nos asomamos a la ventana. Algo pasaba. El helicóptero de rescate, el Helimer 402, y la lancha de salvamento Salvamar Betelgeuse patrullaban nerviosos por la ensenada del Orzán y Riazor, con sus distintivos colores anaranjados. Se veía también a algún socorrista en la balaustrada del Paseo Marítimo y coches de la policía. «Ha pasado una desgracia. Algún bañista que se ha llevado hacia dentro la resaca…», comentamos, aunque el mar estaba calmo.
Al final de la ciudad, levantado sobre unas rocas donde bate con gusto el mar, hay un pirulí de cristal un poco hortera, levantado para festejar el cambio del siglo, en aquellos días en que nos pulíamos en adornos los dineros de la ayuda europea. Lo llamaron con pretenciosidad «Obelisco Millenium». En el proyecto inicial metieron una cafetería acristalada debajo del obelisco. Fueron bastante optimistas: el oleaje del primer temporal del invierno hizo rodar unos grandes cantos que destrozaron el bonito bar. Jamás ha vuelto a abrirse.
El despliegue del rescate buscaba a una mujer. A las cuatro menos cuarto de la tarde, unos paseantes habían encontrado sus pertenencias abandonadas cerca de los roquedales del Millenium, incluido su teléfono móvil. Enseguida se organizó una operación de urgencia. A las seis menos cuarto se encontró el cadáver, enganchado en un saliente de las rocas. Un inciso trágico en un día alegre de agosto.
La chica tenía 38 años y la policía cree que se suicidó. No se ha sabido más. ¿Qué angustia la llevó a tomar la peor de las decisiones y echarse al mar para no volver en aquel día espléndido de agosto? ¿Recibió la ayuda que merecía? ¿Se pudo hacer más por ella? Nunca lo sabremos.
Me quedé contemplando con una sombra de desasosiego el Golfo Ártabro, ahora de un azul radiante, y me vino a la cabeza aquella vieja canción argentina que emocionaba a nuestros padres, Alfonsina y el mar. Por la chica triste sin nombre ya solo se podía rezar.