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Perro come perroAntonio R. Naranjo

El Falcon

Un presidente necesita recursos para su trabajo, pero el obsceno despliegue derrochador de Sánchez no tiene nada que ver con sus funciones

Alberto Núñez Feijóo ha hecho daño a Pedro Sánchez al prometer un uso razonable del Falcon, el avión convertido en metáfora del sanchismo: mientras casi todo el mundo sufre en tierra, él da mal ejemplo y echa broncas desde el cielo, exhibiendo la distancia prepotente que cree tener con quienes le pagan el viaje.

Con los salarios, recursos y asesores de los políticos es fácil incurrir en demagogia y presentar las herramientas necesarias para su trabajo como una suerte de privilegio, como si pudiera gestionarse un país desde un patinete, haciendo colas y ganando el SMI.

Pero los principales responsables de ello son los propios políticos, que han jugado como nadie con esas críticas y han alimentado, como ninguno, la lamentable idea de que la igualdad en un país se logra consiguiendo que haya menos ricos, en lugar de logrando que haya menos pobres.

El caso del Falcon podría obedecer, pues, a esa injusta deriva populista que impondría a un presidente pasar hambre, cobrar cuatro duros y desplazarse en el Metro para parecerse a su pueblo, obviando que su cometido es bien distinto al del pueblo y sus necesidades operativas, en consecuencia, también han de serlo.

Pero algo estropea esa tesis en este caso, y ese algo es la adicción: Sánchez ha utilizado sistemáticamente un costoso Puma para desplazarse a 10 minutos de Moncloa, teniendo un bonito coche oficial con chófer para hacerlo. Y después se ha subido al Falcon para dar un mitin en Andalucía, marcharse a un concierto con su señora en Castellón o acudir a la boda de un cuñado, como un nuevo rico hortera.

Y después lo declara todo confidencial, por mucho que la Justicia le tire de las orejas, y si con eso no llega se inventa una nueva Ley de Secretos Oficiales para multar a quien cometa la osadía de contar las juergas de este Froilán talludito.

El despliegue obsceno de caciquismo de Sánchez, que incluye vacaciones palaciegas, 22 ministerios, un cuerpo inmenso de asesores dedocráticos dedicados a su maquinaria electoral y un derroche endémico en caprichos y prebendas ajenas al cargo es lo que evita entender el caso y lo transforma en un símbolo inmejorable del sanchismo.

Es el millonario por casualidad que, tras ganar la Lotería, pide cigalas para que le vean, aunque su flora intestinal solo sirva para digerir lentejas. Y repite ya sin hambre para que reluzca su poderío maleducado.

Los malos ejemplos son peores que los crímenes, decía un hiperventilado Montesquieu, y no le faltaba razón con Sánchez. Porque el Falcon, lejos de ser un abuso ocasional perpetrado en un desliz, es la vara de medir de sus escrúpulos, resumidos en una imagen insoportable de la actualidad: mientras todo el mundo se empobrece con la brutal inflación, su Gobierno bate récord de recaudación fiscal y él se marcha a la playa.

No es presentable que, en el mismo país en el que las clases modestas no tienen aire acondicionado y las medias lo tienen pero no lo pueden poner, al ganso del presidente se pille el Falcon para ir a inaugurar un AVE falso a Extremadura mientras la churri le espera en La Mareta con el palacio fresquito y un séquito de pelotas hinchándose a crustáceos. Punto.