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Unas líneasEduardo de Rivas

Cosas de pueblo

Ya no es el mismo, pero seguirás encontrándote al doble del gañán de La hora chanante y a los mayores poniéndose de pie al paso de un coche fúnebre

Cada vez menos gente vive en los pueblos y cada vez son menos los niños que se crían revolcándose por la montaña o jugando en las ramblas abandonadas en plan salvaje. Yo crecí en la ciudad, pero cuando era pequeño acostumbraba a visitar los pueblos de mis padres, donde podía estar en la calle hasta que se hiciera de noche y coger la bicicleta hasta que mis piernas dijeran basta. En los veranos los niños se multiplicaban y se veía a distancia quién era de allí y quién no. Los del pueblo estaban hechos de otra pasta.

Recientemente volví al pueblo, pero de lo que yo recordaba solo quedaba lo que había en mi memoria. El bar donde me tomaba las cocacolas había cerrado, el de los helados había cambiado de dueño y el pub de mis primeras copas seguía allí pero no entraba nadie desde la última vez que fui yo. El campo de fútbol ya no era de tierra y el camino hacia la playa ahora está asfaltado. Todavía recuerdo los botes que daba el coche al cruzar la rambla, pero las cosas cambian.

Hay otras que no tanto. Esa es la esencia de los pueblos. En la ciudad sería impensable un velatorio en casa, con todo el pueblo pasando por el jardín. También el que podría hacer de doble del gañán de La hora chanante, con entrecejo, bermudas y camisa de manga corta incluida, que te grita a veinte centímetros de tu cara, o el que trasciende las leyes de la física atándose el cinturón por encima de una barriga que le sobresale a su pantalón en vez de colocárselo en la cintura como todo el mundo.

Lejos del pueblo no se cortaría tampoco la carretera para que pasara un cortejo fúnebre. Ni verías a los mayores dejar de lado su desayuno para ponerse en pie y mostrar sus respetos a la difunta. Solo los mayores, porque los jóvenes actúan diferente. Son cosas de los pueblos y de la educación de entonces. Y las dos se están perdiendo.

Lo que no se pierden son los marujeos. Basta con entrar en el bar y poner mínimamente la oreja para enterarse en cinco minutos de lo que comenta todo el mundo: quién ha sido el último en divorciarse, quién se ha muerto... ahí de política no se habla, hay cosas más interesantes. Un pueblo sin cotillas es como un huevo frito sin pan para mojar la yema. No tiene tanta gracia. Y son esas cosas, las buenas y las malas, las que hacen que al final les tengamos cariño.