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El observadorFlorentino Portero

De gira

La ausencia de una política exterior de estado conlleva la pérdida de influencia internacional. Cuando se deja de ser previsible la confianza se desvanece y con ella la autoridad. Por mucho que nuestros diplomáticos se esfuercen nuestra posición, en realidad la del Gobierno de turno, no será atendida

Lo hemos oído o leído cientos de veces: «La política exterior o es política de Estado o no es». Parece una obviedad, pues los objetivos de la primera requieren de un tiempo largo de ejecución, luego no puede atenerse al marco temporal de una legislatura. Más aún, su función pasa por la defensa de los valores e intereses de una sociedad, que están, o deben de estar, en el fundamento de su convivencia, de su orden constitucional. Para que un estado tenga política exterior hace falta mucho más que disponer de un Ministerio de Asuntos Exteriores y de uno o varios cuerpos de funcionarios especializados. Lo más importante, la condición imprescindible, es un consenso suficiente sobre valores e intereses, resultado de saber quién es y qué papel quiere jugar en el concierto de las naciones.

Como ya hemos comentado en alguna otra ocasión, la transición a la democracia en España no logró resolver plenamente lo relativo a nuestra dimensión internacional. Sin lugar a duda, la incorporación al proceso de integración europeo ha sido el elemento cohesionador por excelencia, reforzado por los innumerables beneficios recibidos. Quizás por ello la crítica a la Unión Europea entre las nuevas formaciones políticas de derecha e izquierda sea comparativamente menor que en otras naciones del Viejo Continente. Sin embargo, fuera del ámbito europeo el consenso ha sido limitado, demasiado limitado, hasta desaparecer bajo el irresponsable Gobierno de Rodríguez Zapatero. Desde entonces resultaría en exceso optimista hablar de una política exterior española. Todo lo más cabría hacer referencia a la de este o aquel Gobierno, cuando no, a la de un presidente en concreto.

La ausencia de una política exterior de Estado conlleva la pérdida de influencia internacional. Cuando se deja de ser previsible la confianza se desvanece y con ella la autoridad. Por mucho que nuestros diplomáticos se esfuercen nuestra posición, en realidad la del Gobierno de turno, no será atendida. En términos bíblicos, nos oirán, pero no nos escucharán.

En democracia un Gobierno es la expresión de una mayoría parlamentaria. Cuando ésta la conforman terroristas, independentistas, comunistas y demás calaña, cohesionada en torno a la voluntad de romper el orden constitucional, cabe imaginar la dificultad para dar forma a una política exterior acorde con los valores y principios recogidos en la Ley Fundamental y con los intereses supuestamente compartidos.

Cuando el presidente Sánchez viaja por Colombia, Ecuador y Guatemala, ¿qué defiende? ¿La política derivada del Concepto Estratégico de la Alianza Atlántica recientemente aprobado en la cumbre de Madrid? ¿Los fundamentos de la acción exterior de la Unión Europea? ¿Los postulados bolivarianos defendidos por el Grupo de Puebla? ¿La tradicional reivindicación de democracia y mercados abiertos? Lo único seguro es que no está ejecutando una inexistente política exterior española. En diplomacia, como en política interior, actúa a salto de mata, tratando de mantener a flote un Gobierno que se sustenta sobre una mayoría que sólo tiene en común el rechazo a España.